Una galería de retratos de féminas notables se exhibe por estos días, gracias a los pinceles de una joven pintora. Con el título de «Óleo fecundo», esta exposición ha alcanzado una factura de encanto en la sede de esta muestra, la Casa Oswaldo Guayasamín.
En esta exposición, lienzos de oscuridad cubren las paredes invisibles de un laberinto, donde los trazos gruesos definen con rapidez unos ojos de mirada hosca, un rictus en los labios, cuellos a lo Modigliani, desvaríos, frigidez, locura, inquietud.
Como un descenso por el lezamiano «Arco de Viñales» hasta penetrar en la «selva de álamos negros de Proserpina» –el eterno y misterioso viaje de la luz hacia las sombras–, pudiera ser interpretada la exposición de óleos que la joven pintora Geisys Gómez González (Pinar del Río, 1970) dejara inaugurada el pasado 15 de febrero de 2005, en la Casa Oswaldo Guayasamín del Centro Histórico de La Habana. Óleo fecundo ha querido nombrar la autora la inquietante muestra, que convierte este espacio en turbadora galería.
De formación autodidacta, la artista es aquí una mujer que descubre, o mejor sería decir interroga, con su pincel a otras mujeres, y esta revelación se produce con una visceralidad exquisita y una expresividad desgarradora. El negro es el color predominante en estos cuadros, en tenue alianza con el amarillo o el ocre, como para realzar el ademán ctónico de sus modelos, su naturaleza órfica. Lienzos de oscuridad cubren las paredes invisibles de un laberinto, donde los trazos gruesos definen con rapidez unos ojos de mirada hosca, un rictus en los labios, cuellos a lo Modigliani, desvaríos, frigidez, locura, inquietud, equívocos…
El (des)orden de las imágenes no es fortuito ni diacrónico. Tampoco hay predilección por ningún quehacer en especial. Hay pintoras y poetas, escultoras y bailarinas, una fotógrafa y una filósofa, escritoras y cantantes. Saltamos así de los dedos voladores de Edith Piaf al torso renacentista de Artemisia Gentileschi, damos un rodeo perseguidos por los ojos sin ira de Sor Juana, acariciamos el cabello blanco de Flor Loynaz, nos dan ganas de besar la pálida mejilla de Frida Kahlo y de apretar sin ternura las manos implorantes de Tina Modotti, y más allá aparecen en escorzo Ana Ajmátova y Camille Claudel y Virginia Wolf y Hanna Arendt… algunas observan fijamente algo que no podemos definir, otras miran hacia adentro, ninguna sonríe. Todas nos retan.
Pero, ¿qué tienen en común estas mujeres ingrávidas, enclaustradas en un laberinto de sombras, sombras ellas mismas que parecen brotar a la luz exánime de una lámpara purificadora? ¿Qué increíble desolación las acoge, que seducción las devora, devorándonos? Los retratos de Geisys no son una respuesta a estas preguntas. Son, o más bien quieren ser, una penetración intensa al Eros femenino y a la condición maldita y sublime al mismo tiempo de sus protagonistas. Después de todo, acaso la locura en la mirada de Camille no sea la locura, sino otra forma de maldecir el nombre de Rodin. Acaso el rostro divino de Tina sea realmente la imagen de una diosa pagana, arrastrada por una fe desasosegada en el futuro. Acaso el pelo de Janis huela todavía a flores silvestres y sus ojazos claros nos devuelvan la esperanza rota. Acaso el incesto sea definitivamente una categoría estética en el gesto desafiante de Anaïs. Acaso las manos deseosas de Edith nos alcancen todavía en un abrazo imposible. Acaso el azul andrógino de Dora no sea sino el mar donde conoció a Lytton Strachey en una tarde infinita. Acaso Hanna siga revelándonos eternamente la banalidad del mal. Acaso, en fin, Virginia no haya entrado todavía al río con los bolsillos cargados de peñascos, y se digne a mirarnos desde la sombra de este cuadro, acariciándonos con toda la culpa del Universo…
Como a la entrada de todo laberinto, o como sucede también en la cámara mortuoria de las pirámides, la primera estancia esta vacía. Falta un retrato. Quiero decir, quizás, un autorretrato.
De formación autodidacta, la artista es aquí una mujer que descubre, o mejor sería decir interroga, con su pincel a otras mujeres, y esta revelación se produce con una visceralidad exquisita y una expresividad desgarradora. El negro es el color predominante en estos cuadros, en tenue alianza con el amarillo o el ocre, como para realzar el ademán ctónico de sus modelos, su naturaleza órfica. Lienzos de oscuridad cubren las paredes invisibles de un laberinto, donde los trazos gruesos definen con rapidez unos ojos de mirada hosca, un rictus en los labios, cuellos a lo Modigliani, desvaríos, frigidez, locura, inquietud, equívocos…
El (des)orden de las imágenes no es fortuito ni diacrónico. Tampoco hay predilección por ningún quehacer en especial. Hay pintoras y poetas, escultoras y bailarinas, una fotógrafa y una filósofa, escritoras y cantantes. Saltamos así de los dedos voladores de Edith Piaf al torso renacentista de Artemisia Gentileschi, damos un rodeo perseguidos por los ojos sin ira de Sor Juana, acariciamos el cabello blanco de Flor Loynaz, nos dan ganas de besar la pálida mejilla de Frida Kahlo y de apretar sin ternura las manos implorantes de Tina Modotti, y más allá aparecen en escorzo Ana Ajmátova y Camille Claudel y Virginia Wolf y Hanna Arendt… algunas observan fijamente algo que no podemos definir, otras miran hacia adentro, ninguna sonríe. Todas nos retan.
Pero, ¿qué tienen en común estas mujeres ingrávidas, enclaustradas en un laberinto de sombras, sombras ellas mismas que parecen brotar a la luz exánime de una lámpara purificadora? ¿Qué increíble desolación las acoge, que seducción las devora, devorándonos? Los retratos de Geisys no son una respuesta a estas preguntas. Son, o más bien quieren ser, una penetración intensa al Eros femenino y a la condición maldita y sublime al mismo tiempo de sus protagonistas. Después de todo, acaso la locura en la mirada de Camille no sea la locura, sino otra forma de maldecir el nombre de Rodin. Acaso el rostro divino de Tina sea realmente la imagen de una diosa pagana, arrastrada por una fe desasosegada en el futuro. Acaso el pelo de Janis huela todavía a flores silvestres y sus ojazos claros nos devuelvan la esperanza rota. Acaso el incesto sea definitivamente una categoría estética en el gesto desafiante de Anaïs. Acaso las manos deseosas de Edith nos alcancen todavía en un abrazo imposible. Acaso el azul andrógino de Dora no sea sino el mar donde conoció a Lytton Strachey en una tarde infinita. Acaso Hanna siga revelándonos eternamente la banalidad del mal. Acaso, en fin, Virginia no haya entrado todavía al río con los bolsillos cargados de peñascos, y se digne a mirarnos desde la sombra de este cuadro, acariciándonos con toda la culpa del Universo…
Como a la entrada de todo laberinto, o como sucede también en la cámara mortuoria de las pirámides, la primera estancia esta vacía. Falta un retrato. Quiero decir, quizás, un autorretrato.