Al sobrevolar Surgidero de Batabanó con este pintor, sentimos –aunque sea por un instante– que somos «la ínsula distinta en el cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos», como hiperbolizara José Lezama Lima.
Todos los días Vicente Hernández emprende uno u otro viaje... sin moverse de su casa. Le basta manchar siete o nueve lienzos a la vez para echarse a volar y, de paso, cargar su pueblo en vilo.

 Elevados por el aire con sus casas y tradiciones, los pobladores de Surgidero de Batabanó emprenden un viaje de circunnavegación sin moverse del sur de La Habana. Basta para ello esperar unos minutos a bordo de cualquier tipo de aeróstato hasta que la propia Tierra les ponga debajo el sitio adonde quieren ir. Y es que, mientras los batabanoenses se mantienen separados de la superficie terrestre, nuestro planeta sigue girando, girando, girando...
Este absurdo procedimiento deja de ser pura fantasía en la obra de Vicente Hernández para convertirse en leit motiv de una iconografía espectacular que, desafiando la bidimensionalidad de la pintura de caballete, incita a una visión panorámica del mundo a partir de la posesión y dominio del territorio de su pueblo natal.
De esta manera, Surgidero de Batabanó, con su ambiente de mangle, de costas bajas, de tonos grises, de constantes tormentas... «es sólo un pretexto para ilustrar universalmente lo que sucede en cualquiera de esos pueblos cuyo destino depende del mar».1
Tal aseveración del joven artista cubano nos obliga a indagar en los orígenes de la pintura de marinas como correlato estético de una vieja percepción humana que ha pendulado entre el horror (repulsión) y la admiración (placer) al tratar de aprehender el límite que nos separa del abismo oceánico.
Lo ha explicado Alain Corbin en su obra El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840), asumiendo el reto de imaginarse las emociones que históricamente experimentó el ser humano ante el misterio del mar y sus representaciones: desde la exégesis bíblica (el Diluvio, el Arca...) y la sabiduría de los griegos, pasando por el racionalismo ilustrado (la geología, la biología, la medicina...), hasta que la libido sciendi se solapa con la nostalgia romántica por lo primigenio y deviene pintoresquismo.
Todo esto para demostrar cómo nació «el anhelo colectivo de riberas», a partir de los diarios de viajes y múltiples fuentes literarias y pictóricas:
«El turista del siglo XVIII viene sobre todo a sumergirse en una de esas “escenas de playas” que las visitas a los museos y la contemplación de grabados han impreso en su alma. Los pintores y grabadores flamencos, holandeses después, le brindan un modelo de apreciación de las dunas, la arena, la playa y las perspectivas costeras».2
Bastaría mencionar entre estos últimos a Willem van del Velde el Joven, Jan van Goyen y Jacob van Ruysdaël, seguidos por los franceses Claudio de Lorena y Claude Joseph Vernet, o el inglés Joseph Mallord William Turner... para, con la cabeza repleta de pinturas de marinas, asomarnos al paisaje único en la plástica cubana que es la obra de Vicente Hernández.
«El paisaje es un emisor de imágenes que facilitan el paso de lo consciente a lo inconsciente; el topoanálisis proporciona símbolos ante los que la sensibilidad reacciona, pero, en mi opinión, se trata de operaciones que se efectúan en función de mecanismos que pueden fecharse», arguye Corbin en sus «Consideraciones metodológicas», expuestas como colofón de su mencionado ensayo.3
Esta referencia crítica a Gaston Bachelard y el «topoanálisis» nos sirve como método para reflexionar sobre la estrecha relación entre el espacio –el paisaje de Batabanó– y el intimismo del pintor autóctono que no ha dejado de habitar la casa de su niñez, situada junto al templo bautista donde practica el culto y estudia las Sagradas Escrituras en la escuela dominical.
De ahí quizás la elocuencia de Vicente Hernández –poco común en los pintores– para explicar con palabras su «percepción del espacio vivido», su «poética del espacio», del paisaje nativo en el ámbito de su imaginación:
«Siempre se decía que este Surgidero tenía algo de raro, sólo que no era simplemente lo aparente. Aquí se celebraron muchos encuentros de paisajes y la gente que participaba decía que los colores y el ritmo de las cosas eran diferentes que en los demás lugares, y todos los lugares son diferentes pero éste se hacía muy particular no sólo por su cercanía al mar sino por su emplazamiento en una ciénaga: todo está rodeado por agua, desde el mar hasta el monte. No es el pueblo rural, puesto que no puede serlo, más bien parece como si flotara. Empiezas a verlo cuando lo vives y sientes que un camión pasa y todas las casas se mueven...».4
Así, topoanalizándose, pinta sin descanso esa suerte de ensoñaciones espaciales, representando escenas a medio camino entre la copia de costumbres reales y la invención de estereotipos, dos perspectivas que se conjugan en cada cuadro para sugerir que lo inconcebible, lo absurdo, puede resultar lo cotidiano:
«Me dejo llevar por un hecho local o foráneo que toca la vida de la gente, o en ocasiones pinto, por ejemplo, como lo haríamos para salir de aquí o para escapar del ciclón que viene, con los recursos y el conocimiento de que se dispone, como sería su Torre de Babel o su Arca de Noé (...)».5
Nada resulta insólito en el reino de Babelbanó (título de uno de sus lienzos), pues los batabanoenses pudieran, de proponérselo, hasta reproducir el más ancestral instrumento y símbolo de la salvación: el Arca del diluvio.
 Dejando a un lado las disquisiciones teológicas (¿de dónde procedía el ramo de olivo que la paloma llevaba en el pico el día cuarenta?, ¿dónde emplazar la única ventana del Arca?...), los personajes de sus lienzos tratarían de salvar el escollo seguramente más difícil, que es conseguir la madera de ciprés para construir una nave de 150 metros de largo, 25 de ancho y 15 de altura, según el modelo diseñado por el precavido patriarca. ¿Permitiría acoger tamaña embarcación a todos los tripulantes potenciales?
Empleada con sentido del humor, esta alegoría religiosa sublima un motivo subyacente en toda la pintura de Vicente Hernández: las ansias del viaje, insistentemente sugeridas al espectador en sus fases de despegue y/o suspensión. Fases que, simbólicamente, pueden significar el hecho de la partida, sí, pero con renuncia a la traslación misma.
Como flotar a la deriva en espera de que la voluntad divina determine el momento de la atracada, del aterrizaje...

RÉQUIEM POR MATÍAZ PÉREZ
Para imbuirnos de esta última sensación, el pintor se vale de la vista a vuelo de pájaro, de modo que también nosotros –los espectadores– sintamos el desasosiego de volar a bordo de un frágil artefacto, ya sea un improvisado deltaplano, un gigantesco zeppelín o el mismísimo globo La Villa de París:
«Eran las cuatro nublado/ estaba azul el cielo/ por un negro espeso velo/ que todo lo hubo tapado./ En este instante apurado/ para el hombre de pundonor/ con intrépido ardor/ dijo de cualquier manera/ quiero mirar de esta esfera/ todo su encanto y primor».
Publicados en un folleto con el título de Noticias Recientes y Vida de Matías Pérez,6 estos románticos versos decimonónicos permiten aludir a otra faceta de la obra de Vicente Hernández: el regusto por el pintoresquismo, cuyos códigos recrea con fruición y que suelen predominar en sus obras realizadas por encargo.
Si reparáramos detalladamente en las figuritas humanas que animan sus pinturas, convendríamos en que emparientan –a la vez– con las ilustraciones que hiciera Federico Mialhe para su serie Viaje pintoresco alrededor de la Isla de Cuba (1848) y las dibujadas por Víctor Patricio de Landaluze para Los cubanos pintados por sí mismos (1852).
De la primera de ellas, asume el predominio de la panorámica oteada desde las alturas (con la presencia del hombre anónimo a pequeña escala), mientras que de la segunda incorpora la actitud gestual de los personajes-tipos, en una simbiosis que merece disfrutarse como homenaje del pintor contemporáneo al género que –junto al paisaje– acrisoló nuestra identidad visual: el costumbrismo.
Pero no se trata solamente de una apropiación formal de lo «pintoresco», sino que hay todo un trasfondo conceptual. Vicente Hernández lo explica diciendo que en su obra hay dos tipos de personajes: los primeros son la «gente paisaje» (sin rostro, vestida igual, sin conciencia de lo que sucede, indiferentes a lo que pasa...), mientras que en los segundos, por lo general representados en primer plano, «sí que se notan particularidades: personalidad, estados de ánimo, carácter (...)».7
Estos últimos –afirma– son «personajes que pilotean o controlan en lo posible el artefacto-mundo que conducen, su destino; saben a dónde van y de paso cargan consigo el paisaje cultural que incluye a esos otros que no tienen idea de adónde van ni por qué (...)».8
Entran ganas de identificar al vividor guagüero, el gallero, el calambuco, el gurrupié, el litigante, el músico aficionado, la vieja verde... como si esos habitantes del siglo XIX cubano retratados por Landaluze hubieran reencarnado en ese «sitio donde fondean las embarcaciones», que es lo que significa la palabra «surgidero»... en Surgidero de Batabanó. Al emprender un viaje inexorable a bordo de la flota «Batabanó Travel S.A.», son ahora convertidos –por obra y gracia del artista– en amigos-émulos del intrépido «rey de los toldistas» que, el 29 de junio de 1856, ascendió desde el Campo de Marte para nunca más pisar tierra y levitar eternamente en el imaginario popular.9
Desde entonces, los cubanos penamos por la suerte de Matías Pérez, el portugués que quiso admirar La Habana a la par de las gaviotas: «Quiera Dios que tanto duelo/ como ha inspirado su suerte/ termine sin que la muerte/ haya su término sido/ y el Señor lo tenga asido/ de su excelso brazo fuerte».10

EL SÍNDROME DE LA MARISMA
Abrimos las válvulas para insuflar más aire caliente al aeróstato y, solevantándolo por encima de la realidad, abarcar todo el paisaje habanero en lontananza: de sur a norte, de este a oeste...
¿Cómo la sensibilidad paisajística influyó en nuestra percepción identitaria?, amerita preguntarse en panorámica retrospectiva. Y sólo hay una respuesta: bajo el influjo de quienes visitaron (o imaginaron) esta ciudad desde allende los mares:
«Yendo en alta mar, miran la tierra adentro, se verán dos montes de tierra, a manera de dos tetas, los cuales en demorando al Sur, serán señas ciertas y verdaderas que están Norte-Sur con el mismo puerto de La Habana». Semejante descripción parece remedar la jerga aún vivaz de un pescador de esponjas batabanoense, pero no: pertenece a un marino de antaño –por cierto, también de origen portugués como Matías Pérez– que respondía al curioso sobrenombre de Cargapatache.
Al testificar su arribo a este «buen puerto », acompañó su derrotero con un boceto que delinea la villa de San Cristóbal de La Habana en el último tercio del siglo XVI. Con deliciosa ingenuidad –incluidas las prominentes «dos tetas»– este dibujo constituye el primer testimonio gráfico de nuestra ciudad, ya para entonces en su ubicación actual: el otrora Puerto de Carenas.11
Tenía en esa época apenas 150 habitantes –atestigua el navegante–, y no sería descabellado conjeturar que entre ellos estarían algunos ancianos (o sus nietos) que poblaron el primitivo asiento de la villa, fundada hacia 1514 en la costa sur, junto al río Onicajinal o Mayabeque, en las proximidades de la bahía de Batabanó, precisamente.12
Motivo de encendidas polémicas, atizadas por la enjundia de historiadores que disputaron esa primacía fundacional para sus localidades respectivas –Güines, por ejemplo–,13 dicha incógnita histórico-geográfica es resuelta artísticamente por Vicente Hernández cuando representa a su pueblo como una isla que navega eternamente buscando condiciones para carenar.
Metáfora de la incertidumbre, esa imaginería redundante valida su dimensión antropológica en las propias circunstancias que pudieran explicar el rechazo de la costa sur por sus primeros habitantes.
La ventaja de tener un puerto en la ribera norte para la salida y recalada de las naves que traficaban oro entre México y España, ha descalificado radicalmente los factores adaptativos, como el azote de los mosquitos, el peligro de los huracanes o la llegada de una plaga de hormigas que provocó el éxodo de los sureños.14
Sin embargo, imbuidos de la fantasía del pintor, fabulamos que hasta esto último pudo suceder. Tierra engullida varios metros al año por el mar, Surgidero de Batabanó padece el síndrome de la marisma. Pero más que la arena perdida, duele la desmemoria. Y es que como el mangle para producir carbón, también los recuerdos pueden ser quemados.
Aunque soez, ninguna analogía pudiera superar al siguiente proverbio local para entender las causas históricas de su aislamiento, de su abandono: «Batabanó con sus calles oscuras y largas, si Cuba tuviera nalgas, Batabanó fuera el culo».

BATABANÓ EN EL COSMOS
Todos los días Vicente Hernández emprende uno u otro viaje... sin moverse de su casa. Le basta manchar siete o nueve lienzos a la vez para echarse a volar y, de paso, cargar su pueblo en vilo.
A la usanza de los artistas panorámicos de la segunda mitad del siglo XIX –los norteamericanos Albert Ruger y Thaddeus Mortimer Fowler, por ejemplo–,15 ha bosquejado a ras de suelo las casas, los muelles, la iglesia..., que luego reproduce en perspectiva, graduando el ángulo oblicuo en dependencia de la altura alcanzada por su vuelo imaginario. Acompañarle no sólo es un placer, sino un reto intelectivo. Su aferramiento al paisaje cultural –o sea, humano– revela múltiples aristas que no pueden agotarse de una sola mirada. Hay detalles en sus obras que arrojan mucho más contenido que decenas de cuartillas emborronadas.
Cronista de su terruño, no necesita ningún aparato fotográfico para fijar la realidad, sino que es capaz de metamorfosear una de sus típicas viviendas en una inmensa cámara con lente de fuelle para autorretratarse junto a sus coterráneos y sus alegrías, tristezas, ilusiones, esperanzas...
Desaparecieron tristemente los hoteles Cervantes y Dos Hermanos, pero él los salva, transportándolos con primor hasta el Centro Histórico de La Habana Vieja, que ha reproducido inspirándose en el grabado aéreo de Bachman, litografiado nunca después de 1863, pues aún aparecen en pie las murallas.16
Ante la duda o perplejidad que pueden causar en determinados espectadores sus artilugios de salvación, Vicente Hernández termina imponiéndose por lo genuino de su propuesta, fraguada a golpe de oficio y una tremenda capacidad para transmutar la cotidianidad más nimia en algo surreal.
Al sobrevolar Surgidero de Batabanó con su pintor, sentimos –aunque sea por un instante– que somos «la ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos», como hiperbolizara José Lezama Lima.17
Una ínsula en forma de zeppelín que, aligerado por los aires del espíritu, crea un potente solevantamiento para elevar el innegable peso de la cubanía, entendida ésta como sensación de ser insular, ser isla, en cualquier lugar del universo donde estés.


1 Argel Calcines: «Pequeña retrospectiva», entrevista al pintor publicada en Opus Habana (Vol. VIII, No. 3, dic. 2004/mar. 2005). (Disponible en http://www.opushabana.ohc.cu/noticias.php?id_brev=165).

2 Alain Corbin: El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840). Mondadori, Barcelona (1993), p. 58.

3 Alain Corbin: Ob. cit., p. 379. El autor se refiere a lo que llama «intuiciones de un Gastón Bachelard o de un Gilbert Durán». Para el primero de ellos, el topoanálisis «es el estudio psicológico sistemático de los lugares donde se desarrolla la vida íntima» (Gastón Bachelard: La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, México, 1965). En cuanto al problema de que sean «fechables» o no las percepciones humanas –o sea, que hayan variado a lo largo de la historia–, es un tema que desborda las intenciones de este trabajo. Sólo nos interesa ceñirnos al «topos» como «espacio captado por la imaginación», siguiendo la perspectiva fenomenológica de Bachelard.

4 Arturo Arango: «Dejar de ser sólo paisaje», entrevista en La Gaceta de Cuba (No. 5, septiembre-octubre, 2005), p. 22.

5 Arturo Arango: Ob. cit., p. 24.

6 Este folleto fue publicado a raíz de la desaparición del aeronauta (Imprenta Spencer, La Habana).

7, 8 Arturo Arango: Ob. cit., p. 24.

9 El último viaje de Matías Pérez y sus Amigos, obra de Vicente Hernández, fue vendida en la subasta Sotheby’s, Nueva York, 20 de noviembre de 2003, Arte Latinoamericano, Lote No. 170, sección 2.

10 En Noticias Recientes y Vida de Matías Pérez.

11 Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes Históricos (tomo II). Editorial del Consejo Nacional de Cultura, Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana, 1963. El autor incluye el testimonio de Cargapatache (textual y gráfico), además de explicar que fue reproducido por Domingo del Monte en las Memorias de la Sociedad Económica de Amigos del País (1848) a partir de una copia que, conservada en la Academia de Historia de España, fue hecha en 1660 por Cristóbal de Uzelos, pues el original se perdió.

12 Jenaro Artiles: La Habana de Velázquez. Cuadernos de Historia Habanera, Municipio de La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad, 1946. A este historiador y paleógrafo español debemos la precisión del año de fundación del primer asentamiento habanero: 1514 (y no 1515), aun cuando él mismo sostiene en este libro que es uno de «los tres problemas principales, no resueltos de manera categórica y definitiva por los historiadores, y de solución acaso imposible». Los otros dos son: quiénes la fundaron y primitivo asiento de la villa, y sus traslados sucesivos.

13 El propio Artiles recomienda esa «interesante polémica entre historiadores locales» que tuvo lugar en 1937 y 1938, para lo cual relaciona una abundante bibliografía.

14 Dicha leyenda es totalmente descartada por Artiles, pues «no es antes de 1569, en el cabildo de 11 de febrero, cuando en presencia de una plaga de hormigas en La Habana, se toman medidas, pero no la del traslado a otra parte sino la de echar suerte entre los Apóstoles para seleccionar uno que sea protector de la villa. La suerte "favoreció" a San Simón, y éste fue en adelante el abogado contra las hormigas en La Habana».

15 Sobre estos artistas puede consultarse la colección de mapas panorámicos de la Biblioteca del Congreso. (Disponible en http://memory.loc.gov/ammem/pmhtml/panhome.html).

16 Es la obra que, con el título Opus Habana, realizó expresamente para la portada de esta revista.

17 José Lezama Lima: «Razón que sea», en Imagen y posibilidad. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992, p. 210. Este texto apareció por primera vez en 1939, en la revista Espuela de Plata.

Comentarios   

perla
+1 #1 perla 03-06-2009 19:22
hola.Soy de Uruguay...Hace un par de años conocí a este pintor en una revista y me encanto.Antes me gustaba dalí pero hasta siento k lo superó.Un deleite para
la vista.
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