Sobre los accidentes automovilísticos, «un problema de costumbres públicas y privadas de la sociedad criolla de nuestros días, que se ha visto envuelta en el vértigo de velocidad mundial, agravado en nuestro caso por los defectos y los vicios inherentes al criollo de todos los tiempos».

Así paga el hombre moderno su delirio de velocidad, su afán de ir contra las propias leyes de la naturaleza, su ansia loca de robar al tiempo unos minutos, creyendo que vive de manera más intensa y fecunda.

 Esfumada ya, en el correr de los días, la honda preocupación que en todos los espíritus ingenuos, y timoratos produjeron últimamente en nuestro país las elecciones para cargos de padres de la patria, la conspiración que ha pasado a la historia con el nombre de "conspiración de la cueva de los Camarones", y la espantosa epidemia de fiebre tifoidea desaparecida inmediatamente que se celebraron las elecciones, nos queda como calamidad permanente en la República el trágico balance de muertos y heridos a consecuencia de accidentes automovilísticos, en La Habana y en la carretera central, especialmente.
Así paga el hombre moderno su delirio de velocidad, su afán de ir contra las propias leyes de la naturaleza, su ansia loca de robar al tiempo unos minutos, creyendo que vive de manera más intensa y fecunda.
Los accidentes automovilísticos han llegado a constituir en nuestra República problema de tanta gravedad, que se ha creado una comisión especial a fin de buscar el modo de evitarlos o disminuirlos, se han celebrado "semanas" tendientes a divulgar entre el pueblo los medios necesarios para prever los accidentes de esa naturaleza, y el señor fiscal de la Audiencia de La Habana ha creído necesario dirigirse a los jueces de instrucción y correccionales y a los jefes de la Policía Nacional, Secreta y Judicial, recomendándoles la adopción de medidas severas para reprimir de modo efectivo los delitos por imprudencia temeraria que cometen los conductores de vehículos.
Los últimos casos de accidentes han batido todos los récords anteriores de muertos y heridos: en uno de ellos fallecieron ocho pasajeros de un ómnibus y más de veinte resultaron heridos de gravedad; en un solo día se registraron once muertos y cincuenta y cuatro heridos.
Mucho se ha escrito y discutido sobre el asunto y quién más y quién menos se considera capacitado para emitir su opinión y ofrecer soluciones.
Hasta ahora el criterio general de los opinantes se inclina a echar la culpa toda de los accidentes a los choferes de los vehículos, juzgándose también que el remedio al mal se halla en el castigo durísimo a los causantes de las desgracias personales.
Pero aunque, desde luego, el responsable directo y ultimo de los accidentes puede ser el chofer, y éste en muchos casos merece que el peso de la ley le haga ver y sufrir las consecuencias de su imprudencia, hay otros muchos responsables y otros múltiples medios de evitar o disminuir los accidentes automovilísticos.
El problema es, por encima de todo, un problema de costumbres públicas y privadas de la sociedad criolla de nuestros días, que se ha visto envuelta en el vértigo de velocidad mundial, agravado en nuestro caso por los defectos y los vicias inherentes al criollo de todos los tiempos. Por creerlo así, este Curioso Parlanchín se permite meter mano en el asunto y echar su cuarto a espadas sobre el problema, a título de costumbrista profesional.
Por lo pronto, es la civilización de nuestros días la máxima culpable de los accidentes automovilísticos. Desde que el hombre inventó el vehículo de motor como sustituto de la tracción animal, la velocidad se impuso como una de las características esenciales de la vida contemporánea. Todo hoy se encuentra mecanizado a base de lograr la máxima velocidad o rapidez posible, lo mismo en las industrias, en el comercio, que en los simples actos del traslado diario de un lugar a otro, de la casa al trabajo, que en los no menos vulgares paseos o esparcimientos del cuerpo y del espíritu. Las industrias sólo piensan en producir el máximum de objetos en el mínimum de tiempo. El comercio aspira a poner las mercancías en los más apartados rincones de la tierra antes que sus competidores. La oficinista y el obrero demoran hasta el último momento el abandono del lecho en las horas de la mañana, confiados en que las guaguas y los ómnibus los conducirán a la oficina o al taller al pestañear de un mosquito o a tiro rápido. La niña bien y el chiquito de sociedad que poseen su cuña o su maquinón, consideran elegante y muy propio de su distinguida posición social, dar rueda a matarse por la carretera central y aun por las calles y avenidas de nuestros repartos, no porque los impulse ninguna urgente cita, sino por el placer, muy moderno, de correr vertiginosamente. Y no digamos del señor hacendado o industrial que considera viste bien su papel de seudomillonario el ordenar al chófer: "Aprisa, Fulano, que ya se ha hecho tarde y me esperan en la oficina. el banco o el ingenio". 
Este delirio de velocidad ha llegado a formar una segunda naturaleza del hombre moderno, sobre todo del hombre de las grandes capitales y ciudades importantes, del hombre urbano. Ya el automóvil va resultando poco veloz, y lo mismo ocurre con los trenes y los vapores, y se acude al aeroplano. La correspondencia postal ordinaria y hasta la telegráfica son desplazadas, respectivamente, por la correspondencia especial aérea y por el radio y el teléfono. Los negocias se planean, discuten y resuelven, para llevarlos a cabo más rápidamente, por teléfono de larga distancia, y se firman trasladándose una de las partes al país de la otra parte, en aeroplano, en un viaje rapidísimo, de ida y vuelta, en breves horas.
 Si examináramos todos y cada uno de los casos que en un día o en una semana ocurren en nuestra capital de delirio de velocidad, no solo traslativa, sino comercial, industrial, etc., nos encontraríamos con que esa rapidez que se ha querido emplear es totalmente inútil y sólo se ha utilizado por contagio, por hábito, por costumbre. Se explica que en casos excepcionales, tales como un enfermo grave, un incendio, un naufragio y otros análogos que requieran el rápido traslado de un lugar a otro, se fuercen automóviles, aeroplanos, vapores, trenes, para ir en auxilio de los seres humanos que se encuentran en peligro; pero no tiene justificación de ninguna clase que una guagua o un ómnibus, con itinerario precisado de antemano, se lance a correr desaforadamente por calles, avenidas y carreteras, o que cometan igual barbaridad la niña bien o el chiquito de sociedad en su viaje al club o en el paseo campestre. Y la mejor prueba de lo innecesarias que son esas velocidades máximas automovilísticas la tendremos observando qué hacen las personas que las emplean al llegar al punto de destino. Pues no hacen absolutamente nada de particular. Se sientan reposadamente en la oficina o en el club, o se entretienen conversando con amigos y conocidos o se dirigen al café inmediato a tomar una copa o un refresco. . . Los minutos que han sido ganados en la rapidez del viaje se pierden después, centuplicados, en naderías. Contagiados por esta fiebre de velocidad, los propios vehículos de los guardadores del orden —motocicletas y perseguidoras— van siempre disparados, como si en todos los casos fueran a prestar un servicio urgente, y no se encontrasen realizando el ordinario recorrido por las zonas que les corresponden. Tal ocurrió en forma grave durante los primeros meses de ser implantado en La Habana el servicio de perseguidoras, rectificándose después esas innecesarias velocidades al comprobarse que además de su inutilidad, habían llegado a ocasionar numerosas víctimas.
Como se ve, el que maneja un automóvil de cualquier clase que este sea, ya de servicio particular o público, sólo es culpable en un cincuenta por ciento del exceso de-velocidad, pues en él influyen, como ya he dicho, los hábitos y costumbres modernos y la segunda naturaleza que en todo hombre contemporáneo ha creado ese vértigo de rapidez que hoy domina a la humanidad.
El otro cincuenta por ciento de responsabilidad les toca, y deben repartírselo, los demás sujetos que tienen alguna relación con el automóvil y con el chofer: 1. Las autoridades, que son las primeras en infringir, a título de tales autoridades, las reglas y disposiciones de tránsito, y para las que no rezan ni unas ni otras, teniendo generalmente vía libre para correr cuanto deseen, ya que llevan como patente de corso para atropellar impunemente a sus semejantes, la chapa oficial, y después encuentran en los jueces y tribunales la benignidad natural que suelen guardar los funcionarios judiciales con aquellos personajes influyentes que pueden perjudicarlos en su carrera; 2. Los dueños de automóviles, que con una inconsciencia rayana en lo criminal, incitan a sus choferes a correr como locos, sin pensar siquiera en el peligro que amenaza a sus propios familiares que van en el vehículo; 3. Los pasajeros de las guaguas y los ómnibus, que, lejos de requerir a los choferes cuando corren, permanecen indiferentes o hasta participan como regocijados espectadores de la carrera hacia la muerte o del regateo que mantiene con otras guaguas u ómnibus de líneas en competencia; 4. Los funcionarios municipales —en el caso de La Habana y nacionales —en lo que a la carretera central se refiere—, que no se han preocupado de dotar a nuestra capital y a la República de reglamentos y disposiciones prácticos que regulen las líneas, determinen las horas invertibles en los itinerarios, los cambios forzosos de choferes cada determinado tiempo y otras varias circunstancias que harían imposibles los excesos de velocidad o determinarían la culpa exclusiva de los choferes en los casos de accidentes; 5. La ausencia de energía justa en los jueces y tribunales, dejándose influenciar por las recomendaciones de los políticos, los gobernantes y los poderosos, en perjuicio fatal del "ciudadano desconocido"; 6. El desmedido afán de lucro de las empresas de ómnibus y guaguas y los sistemas primitivos que en su organización y desenvolvimiento emplean todavía, así como lo totalmente inapropiados que son la mayoría de los vehículos de servicio público, para nuestras calles y carreteras; 7. El procedimiento defectuoso y arbitrario en que han solido concederse los permisos de circulación y los títulos de choferes, y la falta de supervisión adecuada para impedir que guíen automóviles individuos reconocidos como ebrios habituales. . .
Me atrevo a apostar el sobresueldo de cualquier senador o representante o las buscas de algún funcionario o autoridad, contra un número de la Bolita Nacional, que si los pasajeros de los ómnibus y guaguas se propusieran impedir que los choferes corrieran, quedarían disminuidos en más de la mitad los accidentes que ocurren hoy en día. Cuando todos o la mayoría de los pasajeros obligasen al chofer a llevar una velocidad prudencial, se harían imposibles los choques contra otros vehículos o contra árboles, postes, etc., y las caídas en cunetas, alcantarillas, ríos. . . Y si las autoridades cumplieran estrictamente con su deber y desapareciesen los privilegios personales o de clase, sería muy fácil contrarrestar la fiebre de velocidad que hoy domina a los criollos —tal vez más, aunque ello parezca raro, que a los ciudadanos de cualquier otro país de Europa o América— dejándose inutilizados por la presión decisiva del público y de las autoridades, a los choferes para que se lanzasen a diario, como hoy ocurre, a una loca e ininterrumpida carrera de la muerte por calles, paseos y carreteras de esa gran pista que es la República de Cuba.
Un matemático francés da la siguiente regla para calcular la edad a que puede llegar una persona. No tiene aplicación para los niños menores de doce años ni para los adultos que pasen de los ochenta.
La regla es: réstese de 86 la cifra, de la edad, divídase el resto por dos, y se obtendrá casi el mismo numero de años que calculan las tablas de mortalidad usadas por las compañías de seguros de vida
* Para las lectoras aficionadas a descubrir el carácter de las personas por signos damos las siguientes indicaciones con respecto a la nariz de nuestro prójimo:
Nariz pálida : cinismo.
Nariz hendida: benevolencia.
Nariz recta: perspicacia, finura, seriedad y exactitud.
Nariz larga: mérito. Nariz ancha: sensualidad.
Nariz pequeña: espíritu brillante y primaveral, dulzura y suavidad.

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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