Los diferentes tipos de bailes y festejos, los distintos locales y lugares donde tenían lugar estas festividades, en fin la historia del Carnaval y las fiestas carnavalescas en Cuba aparece presentada detalladamente en este artículo de costumbres.
Si nuestros tatarabuelos, bisabuelos y abuelos se levantaran de sus tumbas, seguramente morirían de nuevo, víctimas del más agudo espanto y de la más grave indignación, al contemplar lo que ocurre en los tiempos actuales con el Carnaval, en esta su vieja y amada ciudad de San Cristóbal de La Habana.
¡Horror de los horrores! ¡Qué el Carnaval haya decaído tanto, tanto, que para reanimarlo sea necesario que se le apuntale con disposiciones e imposiciones de las autoridades municipales, y se organicen juntas de notables —como aquellas que antaño sólo se congregaban en momentos de crisis— para acordar medidas encaminadas a evitar que las fiestas carnavalescas desaparezcan por completo, y reanimar el decaído espíritu bullanguero de los criollos de nuestra época!
En efecto, si volvemos la vista al ayer no muy remoto, a los comienzos del siglo XIX, hallaremos que nuestra isla era una colonia perdida en la ignorancia y la rutina, en la que sólo la ciudad de La Habana ofrecía cierto aspecto de población semicivilizada.
Comparsa carnavalesca de elementos de la raza |
Y aun en ésta, la mayoría de sus casas era de embarrado o tablas y guano, y muy pocas, de mampostería y tejas; el mobiliario compuesto de rústicos taburetes y mesas, catres de viento o tijera, baúl sobre banquillo y, como único adorno, un pequeño espejo con sencillísimo marco; los útiles de cocina reducidos a un fogón compuesto de una caja llena de tierra sobre estacas y cuyas hornillas estaban formadas por tres piedras, alimentado con leña, y en el campo, el fogón únicamente consistía en tres piedras colocadas en el suelo; las mujeres para conocer las modas tenían que esperar, no la llegada de los figurines, que no existían, sino el arribo a nuestra capital o ciudades más importantes, de los galeones por si en ellos viajaba alguna elegante esposa del nuevo funcionario civil o militar; se almorzaba a las 8 de la mañana, se visitaba a las 11, se comía a la 1, se sesteaba hasta las 5, y de 5 a 7 daban vueltas las damas en sus quitrines alrededor de la Plaza de Armas u otro paseo elegante; la agricultura estaba en pañales; no había carreteras y mucho menos ferrocarriles, ni se conocía otros medios de locomoción por caminos reales y vecinales que el lomo de caballo o mulo o el quitrín; ni siquiera La Habana poseía pavimento en sus calles; los baños eran de batea o palangana, y los servicios sanitarios se hallaban limitados a un pestilente pozo negro; las basuras y desperdicios de todas clases se estancaban en las calles esperando que la lluvia las fuese destruyendo o arrastrando…
Y, sin embargo, esa sociedad criolla, tan primitiva y mísera… ¡se divertía!, constituyendo el juego y el baile las principales diversiones que acaparaban buen número de horas cada día y no menor número de días cada año. Con cualquier pretexto se formaba una timba o un bailecito, o una timba con baile, o un baile con timba y para bailar y jugar se escogían lo mismo las fechas religiosas que los acontecimientos familiares, locales o insulares; un santo que un bautizo, una boda que un velorio.
En esta época paradisíaca, los Carnavales —motivos o pretextos admirables para holgar y divertirse—alcanzaban brillo extraordinario, que logró su apogeo durante todo el siglo XIX, hasta los días mismos de la guerra del 95.
Cada población de la isla tenía sus días típicos de Carnavales, que no siempre coincidían con la fecha religiosa de las Carnestolendas. En La Habana distinguiéronse los Carnavales por los paseos, los bailes y las comparsas.
Los primeros tenían por escenario aquellas calles que según la época disfrutaban del favor de la aristocracia habanera: la Calzada de la Reina, la Alameda de Paula, el Campo de Marte, el nuevo Prado o Alameda de Isabel II. En quitrines y volantes, de acuerdo con su posición económica, lucían nuestras tatarabuelas, bisabuelas y abuelas, su belleza, su gracia y su elegancia, recibiendo los homenajes de sus amigos y admiradores, o del pueblo en general, que a uno y otro lado de la vía, y desde ventanas, balcones y azoteas, presenciaban el paseo carnavalesco o tomaban parte en el mismo lanzándoles flores a las bellas ocupantes del típico carruaje cubano. Este fue sustituido por los coches, y las flores fueron desalojadas por las serpentinas y confetti.
Completaban el atractivo de los paseos carnavalescos las mascaradas, de blancos y negros, que recorrían las calles, y que las integraban bobos, osos, payasos, esqueletos, diablitos, reyes moros, o cristianos, papahuevos, etc. Estos personajes de la farsa carnavalesca cantaban, gritaban, hacían gestos ridículos y contorsiones exageradas, asaltando con sus bromas a los transeúntes o a los vecinos que encontraban estacionados en las ventanas de sus casas.
Escena de Carnaval vista por Hazard en las calles de La Habana a mediados del siglo XIX. |
El viajero y cronista norteamericano Samuel Hazard, en su Cuba a pluma y lápiz, nos dice que al visitar La Habana en los años anteriores al estallido de la revolución de Yara, comprobó que este aspecto del Carnaval, o sean los paseos de máscaras, había perdido su esplendor: «Encontramos en las calles numerosas personas disfrazadas y en el paseo las máscaras suben a los estribos de los coches produciendo una gran batahola. Algunas máscaras se juntan en grupos y se mueven de un lado a otro cantando de manera baja y monótona algún aire de origen español o cubano. De día, durante esta época de Carnaval, hay el llamado paseo de máscaras en carruajes o en procesiones, precedido de bandas de música. Debo confesar que este espectáculo, que en otro tiempo pudo ser brillante, resulta hoy muy pobre. Estas festividades están decayendo, y creo que de ello se alegran las personas cultas».
No es posible que dejemos de mencionar, al referirnos a la forma en que se celebraba el Carnaval durante la colonia, a las comparsas, constituidas por elementos de nuestra llamada clase baja, primitivamente, ya por los criados y criadas del señorío, vestidos a la última moda blanca y ataviados a veces con las joyas de sus amos, ya por negros curros y catedráticos, ya por las diversas potencias ñáñigas, las cuales, desaparecido el Día de Reyes, Carnaval de los esclavos africanos, dieron rienda suelta a su afán de tumultuoso esparcimiento en las comparsas que recorrían nuestras calles, cantando y bailando a los sones de sus típicos instrumentos africanos. El Alacrán, Los Moros Rosados, Los Moros Verdes, Los Hijos de Quirina, Los Turcos, Los Chinos y otras, se hicieron célebres por lo pintoresco de los trajes, adornos y emblemas que lucían, y también en ocasiones, por las sangrientas riñas que entre ellas estallaban, al dilucidar en plena vía pública las discordias, odios y venganzas de los respectivos juegos o cabildos a que pertenecían esas comparsas. Pero de las comparsas no voy a tratar ahora, pues ya lo hice extensamente, en varios artículos, el pasado año, desde estas mismas páginas. Sólo quiero decir que prohibidas por la autoridad al surgir la República, fueron, sin embargo, permitidas esporádicamente aquellos años que coincidían los Carnavales con la celebración de elecciones generales o parciales, utilizando así los gobernantes o los políticos estas típicas y tradicionales manifestaciones del regocijo popular, como gancho para conquistar simpatías y popularidad, con vistas al esperado triunfo en los comicios.
Pero para el criollo de todas las épocas el atractivo máximo de los Carnavales era el baile, pues, como bien dice el costumbrista Luis Victoriano Betancourt, «así como no se concibe el Carnaval sin las máscaras, no se conciben las máscaras sin el baile, y de cada cien individuos que se disfrazan, noventa lo hacen para bailar». Y agrega: «el baile ayuda a la máscara, y la máscara ayuda al baile: tal para cual».
Y para que el lector compruebe el auge que alcanzó el Carnaval en esta ciudad a mediados del siglo XIX, transcribiremos estas líneas de Betancourt: «Entre nosotros, lo mismo que en el viejo mundo, el Carnaval campa por sus respetos. Ayer había tres días de Carnestolendas; después venía la Piñata, en seguida la Vieja, y por último la Sardina; hoy no hay Sardina ni Vieja, pero hay Piñata y tres días de Carnestolendas, y váyase lo uno por lo otro. Ayer se disfrazaba la gente para dar bromas y bailar; hoy se disfraza para bailar y dar bromas. Ayer la Piñata era una cazuela colgada del techo, y el que aspiraba a ella tenía que andar por toda la casa con los ojos vendados y con un garrote en la mano, hasta que le daba un toletazo; hoy la Piñata es una figura de loza o una vaca de carne, que se rifa entre los que paguen su dinero, por cuyo medio se consigue proteger el arte de hacer figuras de loza y fomentar la cría del ganado vacuno. Ayer el Carnaval era bendecido; hoy es adorado. Mutatis mutandis, ayer es hoy».
El baile enloquecía a nuestros tatarabuelos, bisabuelos y abuelos, mucho más de lo que hoy entusiasma a sus tataranietos, biznietos y nietos. Estudios, deportes, teatros, cines, playas, han contribuido a diversificar los modos de expansionarse, entretenerse u ocuparse a los cubanos de nuestro tiempo, sin que ello indique, desde luego, que hayan abandonado el baile, pues este continúa mereciendo, con el juego, la devoción de los criollos 1938. Pero ayer era natural que los cubanos se consagraran casi por completo al juego y al baile, ya que los gobernantes españoles, como los antiguos déspotas romanos con el circo, procuraban embotar los sentidos de sus súbditos, sumiéndolos en la ignorancia y enviciándolos con el baile y el juego. «Nada de escuelas para los Artesanos —exclama Luis Victoriano Betancourt—; nada de bibliotecas abiertas, nada de gimnasios públicos, nada de educación sólida para la mujer, pero en cambio juegos de billar, juegos de toros, juegos de gallos, juegos de barajas, juegos de sacristía. Y luego, bailes de día, bailes de noche, bailes de invierno, bailes de verano, bailes campestres, bailes urbanos; bailes ayer, hoy mañana, tarde, temprano, ahora, luego; bailes aquí, allí, acullá, cerca, lejos; bailes así, bien, mal, desvergonzadamente: bailes de celdita, de cachumba, de cangrejito, de guaracha, de repiqueteo, de rumba, de chiquito abajo; bailes, en fin, modificados por todos los adverbios y calificados por todos 1os adjetivos de los diccionarios todos».
Y el Carnaval, según dijimos, provocaba la celebración de unos cuantos bailes más a los bailes que cotidianamente se celebraban en las restantes épocas del año.
¿Dónde se celebraban antaño los bailes de Carnaval?
Pues… en las cuarterías, en los solares, en las accesorias, en las casitas, en las casas, en los palacetes, en las sociedades, en los clubs, en los barracones, en las glorietas y en los teatros.
Aun en aquellos bailes celebrados en casas particulares, no era en realidad requisito indispensable para asistir a los mismos, el previo conocimiento o amistad con los dueños de la casa, pues apenas se enteraba algún bailador empedernido de la próxima celebración de una rumbita carnavalesca, o un perico ripiao, como se decía en Camagüey, congregaba a sus amigos, y reunidos cinco o seis jóvenes, u ocho o diez, asaltaban la morada, y una vez dentro, no había otro remedio para que el baile continuara, que dejar que participaran del mismo los asaltantes. Se posesionaban entonces de la casa, haciendo blanco de sus burlas y travesuras a los dueños; apagaban las luces, invadían el comedor, arrasando con los comestibles y bebestibles, y la aventura terminaba a veces en el próximo cuartelillo de Orden Público.
Las sociedades y clubs organizaban durante los Carnavales muy lúcidos y más concurridos bailes para socios y de pensión, a los que asistían, ya máscaras individuales, ya comparsas de jóvenes, o de muchachas, o de uno y otro sexo, mientras las señoras y caballeros respetables por su edad o por su posición social, iban de sala, conformándose muchos con recordar sus buenos tiempos, envidiando en silencio que en su época no se hubieran permitido las libertades que ahora se toleraban entre hombres y mujeres.
La Habana gozó en la primera mitad del siglo XIX de varios lugares públicos para bailoteo durante todo el año y especialmente en los Carnavales. Así existía El Tívoli, espaciosa glorieta de Extramuros, situada no lejos del antiguo y humilde oratorio de La Salud, en cuyos terrenos se levantó más tarde la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe. Refiere Bachiller y Morales que en la glorieta de1 Tívoli se celebraron «bulliciosos bailes con bastante concurrencia mujeril por las circunstancias de ser su entrada gratuita; pero poco a poco fue perdiéndose la afición al lugar, y algunas ocasiones oí a señoritas en aquella época: «Vamos al sermón a La Salud con vestido blanco, porque luego iremos al baile del Tívoli»; y agrega que «a veces el predicador descargaba recias amonestaciones sobre lo pecaminoso del baile y los afeites mundanos y no por eso dejaba de cumplirse el propósito, siendo éste un rasgo de nuestras costumbres». La fábrica de la glorieta era toda de madera y ofrecía la singularidad el salón «de que para no derribar algunos árboles ya crecidos cuando se construyó, se les ha dado paso por el techo», según podrá ver el lector en la lámina adjunta. ¡Cuán distinto este cuidado y amor por los árboles, del odio presente que demuestran nuestras autoridades, talando o arrancando los pocos y pobres que existen en nuestra capital! Donde estuvo la glorieta del Tívoli, se estableció una fábrica de cerveza por una sociedad compuesta de don Francisco Méndez y Mr. Claudio Marvizon.
En el teatro del Diorama, levantado por Juan Bautista Vermay, director de la Academia de dibujo de San Alejandro, al fondo del jardín botánico, donde después estuvieron situados los almacenes del ferrocarril de Güines, y cuyo local se estrenó el 8 de julio de 1828, tuvo lugar, según refiere L. A. de Ugarte, el martes de Carnaval del año 1831, «el primer baile público de máscara que se vio en La Habana, fijándose la entrada de los caballeros a 17 reales y la de las señoras, gratis; la concurrencia que fue numerosísima dio una idea del entusiasmo que siempre produce entre nosotros ese género de diversión».
Una vez construido por don Pancho Marty, con la decidida protección del capitán general Tacón, el teatro al que se dio el nombre de este déspota, dicho coliseo monopolizó la preferencia, durante los Carnavales, de los bailadores habaneros. Y fueron los bailes de máscaras una de las máximas contribuciones económicas que el propietario tuvo para compensarse de los gastos crecidos de construcción del edificio.
Tacón le ofreció a su amigo Pancho Marty en calidad de auxilio, «toda la piedra de las canteras del Gobierno, inmediatas al solar donde debía edificarse el teatro y seis bailes de máscaras en los Carnavales a su beneficio, comenzando desde la semana anterior a sus tres días». Y fue tal el favor que mereció del público este teatro que, como afirma el propio Tacón, en el baile de máscara correspondiente al último año de su gobierno, «se hallaban dentro de ese edificio más de siete mil personas y tuvo el empresario un grande auxilio en el producto de las seis funciones de esta especie».
Además del teatro Tacón, 1os elementos divertidos de nuestra capital se reunían en lugares cuyos nombres han llegado hasta nuestros días: Escauriza, Villanueva, el café La Bolsa, Irijoa, El Louvre, Capellanes… Los salones de Escauriza, el famoso café que estuvo situado al costado del teatro de Tacón y frente a la Alameda de Isabel II, en el mismo lugar donde después se abrió el café El Louvre, y hoy se encuentra el Hotel Inglaterra, se veían concurridísimos todos los domingos del año en que se daban bailes de máscaras.
Debemos citar también La Colla de Sant Mus, en la esquina de Galiano y Neptuno, cuyas animadas fiestas carnavalescas, de disfraz y pensión, hicieron durante algunos años la competencia a las celebradas en Tacón y El Louvre, por mantener «un criterio ampliamente liberal, respecto a la admisión de parejas —dice Gustavo Robreño— que gozosas acudían a deleitarse con los danzones tocados por las orquestas famosas de Raimundo Valenzuela, Félix Cruz y Marianito Méndez».
Haría interminable este artículo si me extendiera a rememorar las fiestas carnavalescas que se celebraban durante la época colonial en Matanzas, Santiago de Cuba, Camagüey, Las Villas, Remedios y otras numerosas poblaciones de la isla, con sus bailes en liceos y casas particulares y sus comparsas populares, parrandas y mamarrachos, por calles y plazas, por lo que daré aquí por terminado este trabajo, deseándoles a mis lectores que, recordando lo mucho que se expansionaban nuestros tatarabuelos, bisabuelos y abuelos, procuren no ser menos que ellos, y se diviertan a matarse en los presentes Carnavales.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
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