«Es un axioma expuesto por Schopenhauer, que todas las mujeres son simuladoras», afirma Roig en este polémico artículo de costumbres.
Este artículo de costumbres fue publicado en las revistas Social (1923) y Carteles (1925), ilustrado por Conrado W. Massaguer.
Es un axioma expuesto por Schopenhauer, que todas las mujeres son simuladoras. La astucia, el fraude, el engaño y el disimulo forman parte de su ser. Por eso son maestras en el género.
De soltera, la mujer finge para conquistar novio; cuando lleva relaciones, para conservarlo; de casada, para engañar a su marido.
¡Perdón, bellas y encantadoras hijas de Eva! Yo no opino así de ustedes: ¡son cosas de Schopenhauer!
Enseñada desde muy pequeña la mujer a fingir, la simulación constituye para ella una segunda naturaleza.
El arte, la mecánica y la industria les prestan todos su secretos, descubrimientos e invenciones.
¡Quién no conoce, en este sentido, los afeites, pinturas y coloretes, las caderas y senos postizos, los ahuecadores y rellenos para el pelo y pantorrillas?
Nacida y criada únicamente para que el hombre cargue con ella y la mantenga y sea su editor responsable, la mujer pone en juego desde niña, aumentándolos o supliéndolos cuando faltan, los encantos y atractivos propios de su sexo. Y si hasta ahora su simulación era casi siempre defensiva, hoy ha pasado a ser francamente ofensiva. Antes, las costumbres y la moda encerraban en el misterio las bellezas femeninas. En estos tiempos se han suprimido los velos y, lejos de ocultar, lo que se hace es ofrecer y aumentar todo aquello que, en redondeces, prominencias, curvas y turgencias, vuelve locos a jóvenes y viejos.
Al antiguo malacoff y a las sayas que apenas dejaban entrever la punta de los zapatos, han sucedido las sayas de medio paso o de amplios y ligeros vuelos, que el menor soplo levanta y hace ondear majestuosa y satánicamente, cada día más cortas y más sumisas a los caprichos del céfiro; aquellas gorgueras y complicados cuellos que ahogaban a nuestras abuelas, han sido sustituidos por los tentadores escotes y calados que la moda moderna ha introducido, abismo atrayente, en el que tantos ¡ay! quisieran perderse y sepultarse.
La simulación antigua era más sencilla y natural. Las mujeres, uniformemente, ocultaban por completo sus encantos hasta que, ya casadas, dejaban al marido abrir, sin que ya pudiese arrepentirse, esa caja de sorpresas, que a veces proporcionaba irreparables desengaños. Era el fraude burdo, sin pizca de habilidad ni inteligencia.
La simulación moderna marcha a la altura de los progresos y perfeccionamientos del siglo. Es atrevida y audaz. No oculta, sino enseña.
Como el comerciante presenta en sus escaparates y vidrieras, rodeándolos de una adecuada misa en escena, sus productos, así las mujeres ofrecen ahora a la ávida y codiciosa mirada de los infelices hombres, realzándolo y dándole forma, belleza y colorido, cuando la naturaleza no ha sido pródiga, aquello que antes guardaban avaras. El hombre, cada día más exigente y caprichoso, necesitaba otro cebo más efectivo, más seguro. Pero hoy, como ayer, resulta la víctima y el engañado. Y aquellas delicias que casi tuvo al alcance de su mano, no son en muchos casos otra cosa que admirables trabajos de mecánica, pintura, escultura, estuco y relleno. ¡Oh progreso de la civilización contemporánea!
¡Qué distantes aquellos tiempos maravillosos de la Atenas incomparable de Pericles, en los que la mujer, sin velos, sin vestiduras, triunfaba en las fiestas y en los baños públicos! Que entonces Belleza y Verdad eran hermanas e iban de brazo siempre y a todas partes.
Si en lo físico la mujer realiza prodigios de simulación con el fin de pescar esposo, en lo moral, en la esfera de los sentimientos y las pasiones, es aún si cabe más consumada y habilidosa artista.
Ya a los doce o trece años, la pollita con pretensiones de señorita, asiste a bailes, teatros y paseos, donde empieza a poner en juego todos los resortes de la coquetería, hasta que logra conseguir un noviecito, no sin antes haberse hecho de rogar, aunque en el fondo se está derritiendo por darle el sí.
Llega la época de las relaciones. Y, ¿qué son éstas sino la más habilidosa y ensayada comedia? La novia disimula todos sus defectos, su carácter, modo de ser, sentimientos, etc. Finge estar locamente enamorada, ser chiqueona, expresiva, hacendosa, trabajadora, maestra en la dirección de la casa. Obsequia a su novio con dulces y platicos encargados en alguna dulcería, pero que ella dice hechos «por sus propias manos». Le enseña como obras suyas, trajes y bordados que confeccionó alguna amiga o costurera; halaga los gustos o caprichos de su novio... Toda esta comedia, representada con el único y exclusivo objeto de asegurar y conseguir que el novio la lleve al altar o al juzgado. Después, una vez conseguido su objeto, la esposa puede ir «sacando las uñas.» ¡Y cuántas no esperan para ello ni siquiera a que pasen las primeras semanas de la luna de miel! Pero esto no quiere decir que de casada la mujer no tenga que fingir. Al contrario, necesita entonces aguzar su inteligencia y hacer valer toda su sangre fría para que el marido no sospeche ni adivine sus combinaciones ni líos amorosos. Conozco el caso de una señora tan astuta que al llegar a su casa, después de una cita, se anticipó a decirle a su esposo:
—¡A que no te figuras de dónde vengo?
—De dónde, hijita —le contestó éste.
—Pues de casa de mi amante.
—¡Ay! ¡Qué graciosa! ¡Mira que eres ocurrente!
Existe, así mismo, entre las mujeres otro aspecto muy curioso de simulación: el de aquellas, solteras o casadas, que tratan de aparentar que son de reputación dudosa; niñas, que en sus gestos, en sus modales, en su manera de hablar y de vestirse imitan a las demi vierges; y señoras, en el fondo respetables, que en su manera de flirtear y comportarse en sociedad tratan de aparentar que engañan a diario a su confiados consortes.
El que una muchacha en edad de merecer se adorne y arregle para conseguir novio, o pondere, entre sus amigos apoyada por la afirmación de su mamá, los buenos partidos que ha tenido, todo eso es natural; lo mismo hace el profesional y el comerciante cuando desean atraer clientes o marchantes.
Pero el que haya señoritas y señoras que siendo honradas, demuestren a diario, por su actuación social, lo que en realidad no son, revela una lamentable inconsciencia o una refinada y no satisfecha perversidad.
Por último, cuando la mujer alcanza en estas materias el más alto grado de perfección artística y científica es cuando logra que su marido coopere con ella en la obra simuladora.
¿No habéis observado nunca en la mesa de un restaurant, o en el palco de un teatro, a los protagonistas de uno de esos triángulos matrimoniales?
Hablo del caso en que por estar el marido perfectamente identificado con la figura geométrica, podríamos decir que el triángulo que forma en unión de su esposa y el amante es equiángulo y equilátero, de ángulos y lados iguales.
Aquí la simulación consiste en aparentar los tres ante el público que cada uno le da careta a los otros dos. Se comportan con la mayor corrección, se guardan toda clase de respetos y hasta, para hacer alarde de civilización, cuando salen del restaurant o del teatro y toman un ford, el amante ayuda a subir a la señora, le abre la portezuela delantera al marido, y, después que éste se ha sentado al lado del chauffeur, él, muy serio, muy correcto, se sienta junto a la amante esposa, que nunca como en este caso se puede decir es esposa... y amante.
De soltera, la mujer finge para conquistar novio; cuando lleva relaciones, para conservarlo; de casada, para engañar a su marido.
¡Perdón, bellas y encantadoras hijas de Eva! Yo no opino así de ustedes: ¡son cosas de Schopenhauer!
Enseñada desde muy pequeña la mujer a fingir, la simulación constituye para ella una segunda naturaleza.
El arte, la mecánica y la industria les prestan todos su secretos, descubrimientos e invenciones.
¡Quién no conoce, en este sentido, los afeites, pinturas y coloretes, las caderas y senos postizos, los ahuecadores y rellenos para el pelo y pantorrillas?
Nacida y criada únicamente para que el hombre cargue con ella y la mantenga y sea su editor responsable, la mujer pone en juego desde niña, aumentándolos o supliéndolos cuando faltan, los encantos y atractivos propios de su sexo. Y si hasta ahora su simulación era casi siempre defensiva, hoy ha pasado a ser francamente ofensiva. Antes, las costumbres y la moda encerraban en el misterio las bellezas femeninas. En estos tiempos se han suprimido los velos y, lejos de ocultar, lo que se hace es ofrecer y aumentar todo aquello que, en redondeces, prominencias, curvas y turgencias, vuelve locos a jóvenes y viejos.
Al antiguo malacoff y a las sayas que apenas dejaban entrever la punta de los zapatos, han sucedido las sayas de medio paso o de amplios y ligeros vuelos, que el menor soplo levanta y hace ondear majestuosa y satánicamente, cada día más cortas y más sumisas a los caprichos del céfiro; aquellas gorgueras y complicados cuellos que ahogaban a nuestras abuelas, han sido sustituidos por los tentadores escotes y calados que la moda moderna ha introducido, abismo atrayente, en el que tantos ¡ay! quisieran perderse y sepultarse.
La simulación antigua era más sencilla y natural. Las mujeres, uniformemente, ocultaban por completo sus encantos hasta que, ya casadas, dejaban al marido abrir, sin que ya pudiese arrepentirse, esa caja de sorpresas, que a veces proporcionaba irreparables desengaños. Era el fraude burdo, sin pizca de habilidad ni inteligencia.
La simulación moderna marcha a la altura de los progresos y perfeccionamientos del siglo. Es atrevida y audaz. No oculta, sino enseña.
Como el comerciante presenta en sus escaparates y vidrieras, rodeándolos de una adecuada misa en escena, sus productos, así las mujeres ofrecen ahora a la ávida y codiciosa mirada de los infelices hombres, realzándolo y dándole forma, belleza y colorido, cuando la naturaleza no ha sido pródiga, aquello que antes guardaban avaras. El hombre, cada día más exigente y caprichoso, necesitaba otro cebo más efectivo, más seguro. Pero hoy, como ayer, resulta la víctima y el engañado. Y aquellas delicias que casi tuvo al alcance de su mano, no son en muchos casos otra cosa que admirables trabajos de mecánica, pintura, escultura, estuco y relleno. ¡Oh progreso de la civilización contemporánea!
¡Qué distantes aquellos tiempos maravillosos de la Atenas incomparable de Pericles, en los que la mujer, sin velos, sin vestiduras, triunfaba en las fiestas y en los baños públicos! Que entonces Belleza y Verdad eran hermanas e iban de brazo siempre y a todas partes.
Si en lo físico la mujer realiza prodigios de simulación con el fin de pescar esposo, en lo moral, en la esfera de los sentimientos y las pasiones, es aún si cabe más consumada y habilidosa artista.
Ya a los doce o trece años, la pollita con pretensiones de señorita, asiste a bailes, teatros y paseos, donde empieza a poner en juego todos los resortes de la coquetería, hasta que logra conseguir un noviecito, no sin antes haberse hecho de rogar, aunque en el fondo se está derritiendo por darle el sí.
Llega la época de las relaciones. Y, ¿qué son éstas sino la más habilidosa y ensayada comedia? La novia disimula todos sus defectos, su carácter, modo de ser, sentimientos, etc. Finge estar locamente enamorada, ser chiqueona, expresiva, hacendosa, trabajadora, maestra en la dirección de la casa. Obsequia a su novio con dulces y platicos encargados en alguna dulcería, pero que ella dice hechos «por sus propias manos». Le enseña como obras suyas, trajes y bordados que confeccionó alguna amiga o costurera; halaga los gustos o caprichos de su novio... Toda esta comedia, representada con el único y exclusivo objeto de asegurar y conseguir que el novio la lleve al altar o al juzgado. Después, una vez conseguido su objeto, la esposa puede ir «sacando las uñas.» ¡Y cuántas no esperan para ello ni siquiera a que pasen las primeras semanas de la luna de miel! Pero esto no quiere decir que de casada la mujer no tenga que fingir. Al contrario, necesita entonces aguzar su inteligencia y hacer valer toda su sangre fría para que el marido no sospeche ni adivine sus combinaciones ni líos amorosos. Conozco el caso de una señora tan astuta que al llegar a su casa, después de una cita, se anticipó a decirle a su esposo:
—¡A que no te figuras de dónde vengo?
—De dónde, hijita —le contestó éste.
—Pues de casa de mi amante.
—¡Ay! ¡Qué graciosa! ¡Mira que eres ocurrente!
Existe, así mismo, entre las mujeres otro aspecto muy curioso de simulación: el de aquellas, solteras o casadas, que tratan de aparentar que son de reputación dudosa; niñas, que en sus gestos, en sus modales, en su manera de hablar y de vestirse imitan a las demi vierges; y señoras, en el fondo respetables, que en su manera de flirtear y comportarse en sociedad tratan de aparentar que engañan a diario a su confiados consortes.
El que una muchacha en edad de merecer se adorne y arregle para conseguir novio, o pondere, entre sus amigos apoyada por la afirmación de su mamá, los buenos partidos que ha tenido, todo eso es natural; lo mismo hace el profesional y el comerciante cuando desean atraer clientes o marchantes.
Pero el que haya señoritas y señoras que siendo honradas, demuestren a diario, por su actuación social, lo que en realidad no son, revela una lamentable inconsciencia o una refinada y no satisfecha perversidad.
Por último, cuando la mujer alcanza en estas materias el más alto grado de perfección artística y científica es cuando logra que su marido coopere con ella en la obra simuladora.
¿No habéis observado nunca en la mesa de un restaurant, o en el palco de un teatro, a los protagonistas de uno de esos triángulos matrimoniales?
Hablo del caso en que por estar el marido perfectamente identificado con la figura geométrica, podríamos decir que el triángulo que forma en unión de su esposa y el amante es equiángulo y equilátero, de ángulos y lados iguales.
Aquí la simulación consiste en aparentar los tres ante el público que cada uno le da careta a los otros dos. Se comportan con la mayor corrección, se guardan toda clase de respetos y hasta, para hacer alarde de civilización, cuando salen del restaurant o del teatro y toman un ford, el amante ayuda a subir a la señora, le abre la portezuela delantera al marido, y, después que éste se ha sentado al lado del chauffeur, él, muy serio, muy correcto, se sienta junto a la amante esposa, que nunca como en este caso se puede decir es esposa... y amante.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.