«Cuando un pueblo llega a poder contemplar, sin asombro ni malicia, el bello desnudo de mujer, ese pueblo ha alcanzado un grado de moral elevadísimo», refiere el cronista en este artículo, escrito a propósito de la exhibición en la Europa de los años 30 de una película que procuraba inculcar «el amor a la hermosura del cuerpo humano», al desnudo...
–¡Qué indecente! Se necesita ser una mujer muy descarada para exhibirse así ante el público.
–No, señora –le contesté– lo que se necesita es tener muy bellas formas.
Lo esencial en el desnudo es la belleza, la belleza artística. Y todo el problema, motivo de acaloradas e interminables discusiones, sobre el desnudo en el teatro o en el cine, debe tirar exclusivamente, para encontrarle fácil solución, alrededor de un solo punto: si es o no artístico, en cada caso, el desnudo que se presenta.
Y lo que no se puede es aceptar o rechazar, defender o combatir el desnudo, por el desnudo en sí. El desnudo puede ser moral o inmoral, según la belleza plástica de la mujer y el arte de su presentación. Una mujer vieja, de carnes flácidas o voluminosas masas, nunca podrá tener otro desnudo que el desnudo grosero, repulsivo. Su presentación inspirará lástima, burla o repugnancia. Una mujer joven, de bello rostro y bien proporcionadas formas, que se presente desnuda completamente en escena, ya inmóvil, ya realizando movimientos lentos y artísticos, sin actitudes ni gestos provocativos, ni afeites que exageren o aviven los tonos naturales de determinadas partes del cuerpo; la presentación de una mujer en estas condiciones jamás podrá ser calificada de inmoral, ni despertar en el público su desnudo otra cosa que delicados sentimientos de arte y belleza, aún para los individuos de más groseros sentimientos, de talento más limitado, de capacidad artística más reducida y de vida y costumbres más provincianas. Una mujer presentada así puede permanecer en escena todo el tiempo que se quiera, que mientras más tiempo transcurra, más delicados, serán los sentimientos que despierte en el público.
Mientras más se habitúe un pueblo al desnudo, más culto y civilizado será ese pueblo, como lo fue el más culto y civilizado de los pueblos de la tierra: la Atenas de Pericles; y las bellas mujeres atenienses de esa época iban a bañarse diariamente, desnudas, en las termas públicas, y allí recibían el homenaje de admiración de sus compatriotas.
En estos aspectos la inmoralidad nació con el vestido y no con el desnudo. Anátole France, en su Isla de los Pingüinos, esa maravillosa interpretación irónica de la vida, nos cuenta que fue al cubrirse la primera pingüina con un remedo de vestido, cuando los pingüinos corrieron, como sátiros tras de ella, que antes, por su fealdad, no habían tenido quien la siguiera ni buscara.
Cuando en París, hace años, vi por vez primera el desnudo artístico en el teatro –en el Casino de París diez o doce mujeres totalmente desnudas– apenas apareció en escena el cuadro, lo que avivó mi curiosidad fue conocer la impresión que había producido en el público, pensando en la impresión que al público cubano le hubiera producido en aquella época. Volví el rostro a derecha e izquierda, y ni en uno solo de los espectadores –hombres ancianos, muchachos, jóvenes– pude sorprender el menor gesto de malicia o picardía. Natural, tranquilamente contemplaban todos el bello espectáculo. Eso es la moral. Cuando un pueblo llega a poder contemplar, sin asombro ni malicia, el bello desnudo de mujer, ese pueblo ha alcanzado un grado de moral elevadísimo, que ya quisieran para sí los pueblos gazmoños, hipócritas, en los que levantan sentimientos groseros hasta el desnudo interpretado por la pintura o la escultura.
Nosotros hemos adelantado mucho en este sentido; y si no hemos llegado ya al grado de perfección necesario, se debe a la incapacidad de algunas de nuestras autoridades en esta y pasadas épocas, a la moral provinciana e hipócrita de ciertos falsos e incultos regeneradores que padecemos, y a la falta de educación artística del pueblo. El parisiense, y en general el europeo de ciertas grandes capitales, desde que abre los ojos está viendo en plazas, calles, museos, teatros, revistas, desnudos de mujer, ya en estatuas, cuadros, fotografías, películas, obras teatrales. Cuando llega la edad en que se empieza a discernir sobre el bien y el mal, el niño, acostumbrado ya al desnudo artístico, lo ve como algo natural, corriente, bueno.
En cambio, en nuestra pequeña gran aldea-capital, ésta tan ayuna de arte, que no hace rnuchos años un guardador del orden denunció las cariátides –dos mujeres desnudas de medio cuerpo hacia arriba– de la fachada del Diario de la Marina, la bellísima escultura del Angel Rebelde –un hombre desnudo– no pudo ser colocada, por inmoral, en ningún sitio público, hasta que el buen gusto del entonces presidente de la Cámara, Dr. Vázquez Bello, la colocó en el patio de entrada de aquella; en una de nuestras sociedades elegantes, fue mutilada o tapada una reproducción que allí existe del Discobolo; y en este mismo año, en plena Asociación de Pintores, se trató de suprimir y hasta creo se llegaron a retirar, colocándolos de nuevo ante la protesta, varios desnudos que figuraban en el primer salón de arte moderno... y hasta un cura, salido probablemente del establo de su aldea para el púlpito sagrado (!), denunció en una revista de beata los desnudos de esa exposición, porque con ellos se hacía funesta labor comunista (!).
En este sentido nuestra educación cristiana le ha hecho mucho daño a la moral. Convirtió el amor en pecado y el desnudo en impudicia. Lo más noble y grande de la tierra: el amor. Lo más bello que hay en la naturaleza: un cuerpo desnudo de mujer hermosa. Pésima es nuestra educación moral. Las más naturales y trascendentales relaciones humanas, se las ocultan y desfiguran a los niños, sus padres y profesores para que el amiguito o la amiguita se las enseñen, convertidas ya en picardía o el crudo choque con el dolor de la vida los despierte de esa lamentable ignorancia. A niños y niñas se les enseña que ciertas partes del cuerpo son pecado, avivando en ellos, por lo tanto, la maliciosa curiosidad. No tenemos museos, ni estatuas en parques o paseos. Y en enseñanzas teatrales, la primera noción del desnudo la recibimos al ponernos los pantalones largos, en el grosero desnudo de ancianas y obesas artistas de algún teatro para hombres solos. Y los niños, a los que sus papás no llevarían a presenciar un desnudo, los llevan sin temor a cualquier zarzuela española, como La Carne Flaca o la Corte de Faraón, donde la grosería alterna con la impudicia, o a ciertas operetas vienesas, donde las escenas y frases de doble sentido constituyen el principal atractivo de las obras.
Lejos de temer el desnudo artístico, en teatros, obras pictóricas y escultóricas, monumentos, revistas, debemos buscarlo y provocarlo como la mejor enseñanza moral que puede recibir el pueblo. Y para saber si un desnudo es moral, solo hay que tener en cuenta una cosa: que sea bello, porque siendo bello es artístico. No debemos aferrarnos a que La Habana siga siendo una aldea grande. Aparte del ridículo que hacemos en el extranjero cuando se conoce nuestro provincialismo en este sentido, le hacemos un daño a nuestro pueblo que necesita recibir, con el desnudo artístico, una noble y sana enseñanza moral, como se hace en países de larga experiencia y sólida civilización.
Hace poco se exhibió en Berlín y Londres y más tarde en Buenos Aires, una película, El camino hacia la Belleza, filmada con el fin educativo de inculcar, con la reproducción de escenas de los estadios griegos y romanos y su culto a la danza y la educación física, el amor a la hermosura del cuerpo humano. Todos los personajes en esa película se presentaban desnudos. Colaboraron en ella, artistas, hombres de ciencia, profesores de cultura física, modelos, niños de familias alemanas. Fue un verdadero himno a la belleza humana; se exhibió miles de veces en Berlín, Londres y Buenos Aires. Cuando se expuso, el Bioscope, de Londres, dijo: «Lo mejor que puede decirse de esta película es que hará un bien inmenso»; el Berliner Tageblatts: «Esta película hay que exhibirla en las escuelas, en todas las aulas y en todas las fábricas»; y el Vorwats: «Si una película quiere enseñar el camino hacia la belleza, puede hacerlo solamente mostrando al hombre desnudo. Hay cuadros que son tan emocionalmente hermosos, porque predican un nuevo sentido de la vida, una nueva moral».
¿Qué dicen a esto los moralistas provincianos, regeneradores de doublé que nos gastamos en esta Habana, que ellos se empeñan en que no sea una gran capital sino una grande y atrasada aldea?
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