«La playa es realmente maravillosa. El exceso de luz y de blancura nos deslumbra en los primeros momentos, nos ciega, nos ofusca, como cuando al doblar una esquina, o un palco, en noche de ópera, vemos aparecer una de esas mujeres de belleza dominadora y espléndida, ante las cuales, como ante una visión sobrenatural, no sabe uno si caer de rodillas o echar a correr».
La playa es realmente maravillosa. El exceso de luz y de blancura nos deslumbra en los primeros momentos, nos ciega, nos ofusca, como cuando al doblar una esquina, o un palco, en noche de ópera, vemos aparecer una de esas mujeres de belleza dominadora y espléndida, ante las cuales, como ante una visión sobrenatural, no sabe uno si caer de rodillas o echar a correr.
Después, nuestra vista va familiarizándose e identificándose con el paisaje y puede, entonces, descubrir, aquí y allá, detalles y bellezas, que nosotros, en el eterno, feliz y venturoso sueño de la vida, nos hacemos la ilusión de que, ocultos antes, son ellos los que han ido surgiendo, en mudo y gentil vasallaje, para regalarnos y deleitarnos. Así, la charca, en el bello poema de Oscar Wilde, lloraba la muerte de Narciso, no porque fuese bello, que en eso no había podido ella fijarse: –«Yo amaba a Narciso –le confesó a las Oréadas– porque cuando se inclinaba sobre mis orillas y me miraba, en el espejo de sus ojos veía siempre retratarse mi propia belleza».
Es la playa maravillosa, en verdad. No hemos visto jamás –¡en nuestra Cuba! –cielo más hermoso y radiante. Ni agua tan límpida y fresca. Ni arena tan blanca y fina. La ancha franja de la costa arenosa, se pierde a uno y otro lado...
Las ondas, ora tranquilas, ora ligeramente encrespadas, van y vienen en un ritornello interminable. Sobre ellas, al herirlas con sus rayos, pone la antorcha deslumbradora del sol mil cambiantes de irisados destellos, cual sobre las facetas de prodigioso diamante. Ya son de plata las ondas; ya tienen los múltiples colores del nácar de las conchas o de las perlas; ya azules, como los ojos de las rubias, o las campánulas de primavera, o los zafiros, amados del poeta; ya verdes, del verde claro y límpido, como la mirada de Astartea o del verde pálido de las esmeraldas cabujón, o del verde lechoso de los crisopacios...
La brisa vespertina empieza a agitar las ondas.
A veces, breves y amorosas, al besar la playa, semejan los mimos, las caricias y los halagos de la mujer amada, que en los momentos liminares de la hora propicia trata de embriagarnos primero, para enloquecernos después, poseída del embrujamiento y fascinante sortilegio que ejerce sobre nosotros: Ahora, blandas, se mueven, como
un seno de mujer a quien incita
levemente el deseo...;
luego son juguetonas y alegres como las sonrisas y las miradas provocadoras de una niña coqueta...
En ocasiones, cuando el mar agitado levanta montañas de espumas, las olas parecen manadas de blancos corceles, que encabritados, trotan, magníficos, hacia la playa cercana...
Del Club empiezan a salir los temporadistas. Es la hora del baño.
Una mujer se adelanta, airosa y gentil, hacia la playa. Va vestida de blanco, la saya muy corta, dejando ver, aprisionada por la transparente media, la pierna estatuaria. La sombrilla de seda, a rayas blancas y azules, que ella maneja con gracia y donaire encantadores ya dejándola descansar sobre los hombros ya moviéndola de uno a otro lado, más parece servirle como complemento a su toilette que para defenderse de los últimos y tenues rayos del sol, que encendido, como bola de fuego, se va sumergiendo, lenta, muy lentamente, tras el lejano horizonte...
Pasa junto a mí, enervándome con su perfume. Es alta, delgada, flexible, tipo de la mujer pasional nacida para el amor, fuente de placer y de vida: la musa de carne y hueso que cantó Darío.
La contemplo, admirando los detalles de su espléndida belleza. Los brazos, finos y largos, hechos para estrechar; los cabellos negros y sombríos como la noche; sus ojos inquietantes, atormentadores, misteriosos; su boca pequeña, de labios rojos, de un rojo encendido, sangriento, incomparable, boca como la que inspirara a Salomé su obsesionante y trágico deseo.
En la arena, al hollarla, el empinado tacón, va dejando breves y menudas huellas, sobre las que el mar, a veces, en su incesante vaivén, deposita la suave y mimosa caricia de sus ondas...
Aparecen otros bañistas. Un grupo de muchachas, cogidas de las manos, corren alegres hacia el mar. Sus trajes de baño, vistosos, azules o rojos, revelan, indiscretos, las bellas formas esculturales. Entre risas y bromas se van sumergiendo en el ópalo líquido, cual bellas nereidas en la leyenda mitológica. Llega una ola y las envuelve. El beso frío del agua salada hace estremecer voluptuosamente sus cuerpos.
Como el poeta,
Quisiera ser agua y que en mis olas,
Que en mis olas vinieras a bañarte,
Para poder, como lo sueño a solas,
al mismo tiempo por doquier besarte!
En la playa y en la terraza del Club se forman grupos, en los que un espíritu observador, adivina fácilmente ya el idilio que empieza, ya el flirt, «juego peligroso al decir de Bourget, amor, sin amor, que se parece al verdadero desafío entre ambos sexos, como un asalto en una sala de armas, al duelo que se verifica en el campo».
En los ojos brilla la llama del deseo, que la fresca brisa marina acalla y mitiga.
Llegan nuevas bañistas. Rubias y morenas, para todos los gustos y todos los refinamientos. El mar rima, sobre los cuerpos maravillosos, triunfales poemas y tiernos madrigales.
¡Oh siglo incomparable de Pericles! ¡Oh pueblo de Atenas, frívolo y magnífico! ¡Oh baños helenos, en los que ofrecían las mujeres, como en un altar, ante la admiración de aquel pueblo, el más culto y civilizado de la tierra, el tesoro de su belleza, inmortal y multiforme, rito de un culto supremo, de una religión bienhechora y noble y santa!
Ya el sol, rojo, agonizante, se ha hundido por completo, diluyéndose en el regazo palpitante y amoroso del mar. Las nubes forman raras y caprichosas figuras. A un lado, el horizonte brilla y resplandece, como un gigantesco y fantástico incendio...!
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Victor Ivan
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