Este breve cuento mereció el primer premio del III Concurso «La Habana, Ciudad Colonial, Patrimonio de La Humanidad» que, auspiciado por Unión Latina, convoca a niños y jóvenes.
La autora de este relato, quien entonces tenía sólo 12 años, nos alerta con esta suerte de fábula contra la desidia y el abandono cotidianos, en un tierno alegato sobre el destino de la ciudad y su gente.

La primera columna que se fugó, fue la de mi abuela, cuando estaba recostada a ella. Ese mismo día me enteré que tres más se habían ido.
En la escuela por poco se nos cae el techo encima, por culpa de que a una columna se le antojó escaparse. Se fueron también las columnas de la Embajada de España y todo el casi-castillo se vino abajo, trayendo como consecuencia la muerte de dos hormigas y la pérdida de un anillo oxidado. Se escaparon además las del Templete, lo que provocó que la ceiba cambiara su contenido de trabajo y se dedicara a sostener el techo, librándose así de cumplir tantos deseos. Pronto me enteré de que la gente estaba desconcertada por el «lío de las dichosas columnas». Grandes titulares aparecían en los periódicos: «¿Dónde están las columnas?», «El misterio de las columnas perdidas». Los reporteros corrían de aquí para allá con sus cables, cámaras y micrófonos, informando cada desaparición.
Opinaron los científicos, los políticos, los médicos, los historiadores, hasta Eusebio Leal (que estaba viejiiito), y nada, las columnas se seguían esfumando.
Todos estaban disgustados, al fin y al cabo no era serio que las columnas decidieran marcharse. ¿Con quién habían contado para eso? Ellas siempre habían estado ahí, dándonos su sólida belleza, la ilusión de lo eterno, la certeza de una vía de contacto entre la tierra y el cielo; imponiendo, con la seguridad de su presencia, un sello y un nombre inconfundible a mi ciudad. Y ahora, sin más ni más, se marchaban.
Poco a poco fueron huyendo todas y la última que quedó tomó un micrófono con muchas bocinas y con voz cascada dijo:
–Nosotras hemos estado aquí por mucho tiempo. Hemos resistido el viento, la lluvia, el deterioro, el abandono y el descuido y aunque estamos hechas para soportar ¡No soportamos más! Los niños, los jóvenes y hasta los adultos nos escriben y rayan, nos ensucian con sus zapatos y descascaran la pintura. Nosotras, que siempre hemos hecho bien, que damos apoyo al cansado, sombra, belleza y elegancia al lugar donde habitamos, ¿qué recibimos? Maltratos. Adiós, y ojalá en el futuro sepan apreciar lo que tienen.
Y sin más, la columna se despegó del suelo y salió volando.
. . . Y aquí estoy yo, Elisa, la niña de la historia, a punto de ser aplastada por un techo...

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