Conferencia pronunciada en octubre de 2002 por lord Hugh Thomas en el Museo de San Salvador de la Punta, luego de dejar inaugurada –junto a Eusebio Leal Spengler— la exposición «1762» que, como parte del ciclo Islas e Ideas (Gran Bretaña-Cuba, 1762-2002), fue organizada a propósito de los 240 años de la toma de La Habana por los ingleses.
El planteamiento de que la captura británica de la isla fuera el turning point (el punto de inflexión, el punto de cambio) en la historia de Cuba, sirvió de favorito durante el siglo XIX.

 Quisiera empezar dando las gracias a mi amigo, el embajador de Gran Bretaña, Paul Hare, por su amabilidad en invitarme a venir aquí. También quisiera ofrecer mi más sincera enhorabuena al doctor Eusebio Leal por todo lo que ha hecho a favor de la ciudad de La Habana en los últimos años. Sus obras de recuperación han sido verdaderamente espléndidas, incluido este castillo, donde hoy nos encontramos.
Tengo en el comedor de mi casa de Londres el grabado famoso del siglo XVIII que representa unas lanchas británicas repletas de soldados con chaquetas rojas en la bahía de La Habana en el verano de 1762 (la rendición de las autoridades españolas debió ocurrir uno o dos días antes, y aquí llegan los vencedores dispuestos a tomar posesión).
Dos barcos de guerra británicos se ocupan de romper la barrera que separa el puerto del mar abierto. A la izquierda del grabado, una bandera británica ondea en el castillo del Morro, que parece haber sufrido daños menores, y algunos de los soldados británicos se encuentran tomando sol en sus muros. A la derecha, aparece una bonita ciudad colonial española con casas de tejados rojos y muros blanqueados; por detrás, se alzan las torres de unas diez iglesias y de seis monasterios: la ciudad de Eusebio Leal.
Esta expedición que capturó La Habana en el verano de 1762 —con unos 20 000 hombres, y quizás unos 200 barcos— sería la última campaña de la Guerra de los Siete Años, en la que los británicos lucharon, con gran éxito, contra Francia y España.
Fue la guerra en la que se recordará al primer ministro inglés, el duque de Newcastle, decir a su gabinete: «Debemos defender Annápolis a toda costa», para inmediatamente, dirigiéndose a su secretario, preguntar en voz baja: «¿Dónde está Annápolis?»
Fue la guerra en la que nuestro general Wolfe conquistó Canadá, y el gran Clive, la India. La victoria de George Keppel, tercer conde de Albemarle y general de los ingleses, resultó en aquel momento no menos memorable, aunque Albemarle era, como hombre, menos interesante que Wolfe o Clive. Lo interesante es que otros dos Keppel —Augustus y William—, hermanos de George, fueron segundo de la Armada y general de tropas, respectivamente, durante el asalto a La Habana.
Siendo La Habana el centro neurálgico del imperio español, desde hacía largo tiempo se concentraban aquí las flotas con los tesoros procedentes tanto de Veracruz, en México, como del Istmo, o también del Perú... para recoger una escolta naval que las acompañara en su viaje a casa, a Cádiz (antes era a Sevilla), a través del Atlántico. Y a pesar de que esta función ya había terminado, todavía era La Habana un astillero naval y lugar donde se construían barcos.
No creo que, cuando se planeó la expedición que llevó a la captura de La Habana, los estrategas británicos pensaran en términos de beneficios económicos, ya que las plantaciones de azúcar en Cuba eran escasas y poco productivas en comparación con las de Jamaica.
El tabaco de Cuba era su exportación más beneficiosa. Ya por aquel entonces, la zona de Vuelta Abajo, en especial la región que se extiende a lo largo del río Cuyaguateje, era conocida como la Cote d’Or del tabaco. Todo el que no era utilizado para la producción de habanos en Cuba debía ser enviado a Cádiz para su uso en la nueva Fábrica de Tabaco de Sevilla. No obstante, parece improbable que un buen habano o un buen rapé (La Habana tenía 40 pequeñas fábricas de rapé en 1760) merecieran una campaña naval.
La caoba de Cuba era popular en España, pero lo era menos en Inglaterra, en donde la madera procedente de Nicaragua era especialmente apreciada (el Ministerio de Hacienda en Whitehall fue empanelado con ella). Cuba producía piel, pero sólo en pequeña escala —la mayoría de ella se vendía en La Habana para uso marítimo—. A pesar de todo, hasta hacía poco tiempo, se había considerado al cuero como una exportación muy valiosa.
El azúcar se producía ya en Cuba, antes de la Guerra de los Siete Años, en cantidades incluso superiores a las que se ha pensado: los británicos hallaron 6 000 cajas en la bahía de La Habana esperando ser exportadas. Pero las 4 000 hectáreas de plantaciones de azúcar (existían aproximadamente 100 pequeñas plantaciones) no eran nada comparadas con Jamaica o la rica colonia francesa de Sainte Domingue, la moderna Haití (ambas aglutinaban más de 600 plantaciones). No, la atracción de Cuba consistía en su posición geográfica, en que esta isla se consideraba pieza clave del poder marítimo español.
Esta decisión británica demuestra que Cuba ha sido a menudo vista como algo más de lo que aparenta, como un puente para otras cosas: así, 250 años antes, había sido la base de Hernán Cortés para su conquista de México. Posteriormente, desde principios del siglo XIX en lo adelante, debido a que dependería para su supervivencia de las ventas de azúcar (y por tanto del precio del mismo), Cuba sería una colonia —un país, más tarde— a la merced del mercado mundial. Y es que los precios no se determinaban aquí, sino que eran cuestión del mercado internacional. Esto explica mucho en la historia de esta isla fascinante.
El asalto británico de 1762 fue dirigido desde el este de la capital. Una partida procedente de América del Norte, todavía colonia británica, de unos 5 000 hombres se estableció cerca de Cojímar y avanzó sobre el castillo del Morro, apoyada por una importante fuerza naval de más de 40 barcos.
Los españoles fueron sorprendidos y, a pesar de que lucharon con inteligencia y bravura, fueron vencidos. El comandante en el campo, Luis de Velasco, quien moriría en acción, se convirtió en un héroe; el capitán general, Juan de Prado, que sobreviviría, fue deshonrado.
Tuvo lugar una mínima batalla naval durante la cual August Keppel, hermano del general Albemarle, le preguntó al apuesto capitán inglés Augusto Hervey cómo se encontraba. «Often more bored» («A menudo más aburrido») fue su magnífica respuesta. La rendición de la fortaleza española supuso la entrega de la parte oeste de la isla a los británicos durante nueve meses.
Los británicos encontraron en Cuba una sociedad de familias de terratenientes, algunas descendientes de varias generaciones. Otras habían llegado en época más reciente, hijos o nietos de hombres y mujeres que habían decidido permanecer en la isla en lugar de volver a España cuando su labor oficial en el servicio colonial había concluido.
Una familia rica, los O’Farrill, eran descendientes de Richard O’Farrill, quien había sido representante local de la Compañía del Mar del Sur, destinado en La Habana en 1713 en tiempo del Tratado de Utrech. Se decía que una o dos familias, como era el caso de los Recio de Oquendo, poseían una o dos gotas de sangre india de la por entonces ya casi extinta población indígena.
 La sociedad, por tanto, era más parecida a la que prevalecía en las principales colonias británicas en Norteamérica que aquellas del Caribe británico, donde los grandes terratenientes se mantenían con frecuencia ausentes y casi nunca se establecían allí con sus familias.
Es cierto que las poderosas familias de Cuba tampoco vivían permanentemente en sus fincas, pero cuando no estaban allí, se iban a La Habana o a otras ciudades —como Trinidad—, donde poseían magníficas casas «robustas y bien construidas», afirmaba un visitante inglés en 1756, «con buenos patios, techos mudéjares, y pesadas puertas con sus escudos sobre la entrada». Hoy —gracias a Eusebio Leal— podemos admirar muchas de esas casas: en la Plaza Vieja, por ejemplo, que era la antigua Plaza del Mercado, y que es mi favorita.
Otro punto de divergencia con el Caribe británico consistía en que las propiedades de Cuba no estaban comprometidas en una única actividad de exportación. La mayoría tenía varios cometidos: el azúcar, por supuesto, pero también madera, ganado y otros cultivos.
Los británicos, de esta forma, tomaron por primera vez contacto con La Habana, la ciudad que había servido como puerto durante 200 años y donde las ricas familias cubanas pasaban la mayor parte de su tiempo. Era una ciudad de unos 40 000 habitantes, la mayoría de los cuales vivía ocupándose de la flota, bien como carpinteros, constructores de barcos de velas, o de barriles, o aun como prostitutas: «una mezcolanza tan desafortunada como la que más en esta tierra», afirmaba un comandante británico en tono de desaprobación, y añadía que «la clase alta daba un pésimo ejemplo permaneciendo indolentemente interesada en valioso y llamativo mobiliario y vestimenta».
Pero de verdad La Habana tenía su encanto, y su fuerza, en su diversidad. La mitad de su población eran esclavos negros, pero —a diferencia de las colonias británicas— había muchos trabajadores negros libres: unos 10 000 tan sólo en La Habana.
Parecía La Habana un lugar muy animado: el abad Raynal, en su historia publicada en 1776, llamaría a la ciudad «bulevar del Nuevo Mundo» y, más tarde, el científico alemán barón Humboldt hablaría de ella como «uno de los puertos más alegres y pintorescos de la costa equinoccial de América».
Ya por entonces tenía algo de peculiar. Era la tercera ciudad más grande del Nuevo Mundo, después de México y Lima, mucho más grande que Boston o Nueva York. Contrastaba, por tanto, con la mayor parte de la ciudades del Caribe, ya que ninguna de ellas se le acercaba en tamaño.
Cuba contrastaba en otro aspecto, a pesar de las quejas del antes mencionado oficial británico. Y es que menos de la mitad de su población eran esclavos, mientras que en el resto del Caribe la población blanca constituía un pequeño acuartelamiento frente a una mayoría negra. Jamaica probablemente tuviera una población blanca de 15 000 personas, y otra, esclava, de casi 150 000; el contraste era aun mayor en Sainte Domingue, donde los blancos eran 14 000 frente a 175 000 esclavos.
En su mayor parte, Cuba era todavía un bosque. Claro que habían pasado los días en que el Apóstol de la Indias, Bartolomé de las Casas, vecino de la isla entre 1502 y 1514, dijo que se podía andar de un extremo a otro del país sin salir de la sombra del bosque. Mucha de la madera había sido talada sin ser repuesta: utilizada como caoba para el monasterio de El Escorial o, por ejemplo, en la nueva iglesia de San Francisco, en Madrid.
A pesar de su papel como gran puerto internacional, Cuba parecía entonces tan aislada del resto del mundo, como otras partes del imperio español. Era un misterio para los otros europeos, ya que aún en el siglo XVIII había muy pocos viajeros internacionales, tipo de persona que se hizo muy común a partir de la próxima centuria.
Había mucho contrabando, principalmente en la parte oriental, la menos desarrollada de la isla. Capitanes ingleses y holandeses intercambiaban secretamente esclavos, carne salada, tintes... por cuero, cacao y, sobre todo, por tabaco, en ocasiones en forma de rapé, muy apreciado por los ingleses, especialmente por los contrabandistas del siglo XVIII.
Cuba tenía una cosa común con las colonias de otros imperios, y consistía en las preferencias de los criollos por productos y alimentos europeos: ropa, carne salada, vino, pan de trigo...
La isla podía producir más de lo que hacía por aquel entonces, sobre todo azúcar, y también café. No obstante, necesitaba prioritariamente de maquinaria moderna, mayores plantaciones y, debemos aceptarlo, de más esclavos. Las restricciones mercantiles españolas necesitaban ser rebajadas. El consumo de té y de café en España era también reducido en comparación con el de Inglaterra y Francia. Por otro lado, la popularidad por entonces de estas dos exóticas bebidas estimulaba el interés de esos dos últimos países noreuropeos por el azúcar. ¿Curioso, no, que los bebedores de té y café de antaño no pudiesen beberlo sin azúcar?
También existía un culto enorme a los productos azucareros como, por ejemplo, el ron, que ahora se encuentra en el fondo de la lista de los bares, pero entonces era una de las bebidas más codiciadas.
A la llegada de los ingleses, muchos funcionarios de la administración española fueron expulsados; también el obispo de La Habana, monseñor Morell de Santa Cruz, quien era un hombre ilustrado.
De inmediato, también comenzó una colaboración entre los conquistadores y muchos criollos, prueba ésta —sin dudas— de las relaciones conflictivas que anteriormente existían entre estos últimos y los peninsulares.
Aunque lord Albemarle, el comandante en jefe británico, se convertiría en el nuevo gobernador de La Habana, su lugarteniente sería Sebastián de Peñalver, cuyo bisabuelo había ocupado el cargo de gobernador de Jamaica, en tiempos de su captura por Inglaterra en 1655.
El Cabildo de La Habana, donde se encontraban los criollos más influyentes, se mantuvo intacto. Después de todo, nadie sabía por cuánto tiempo iban a quedarse los ingleses en la isla. La mitad de los miembros del Cabildo eran dueños de plantaciones de azúcar, y la cosecha tenía que continuar independientemente de quién gobernara en la ciudad.
Recio de Oquendo, uno de los criollos más destacados, pensaba que en diez años Inglaterra convertiría a La Habana en otra Jamaica. Entre los que colaboraron con los conquistadores, se encontraba también un ex comisario de la Armada, Lorenzo Montalvo, quien había adquirido por entonces una considerable propiedad en la que probablemente ya había pensado cultivar azúcar.
Es verdad que hubo una guerra continua contra los ingleses, sobre todo por parte del famoso Pepe Antonio, José Antonio Gómez, desde su domicilio en Guanabacoa. Veo en un artículo reciente y excelente en la nueva e importante revista Opus Habana,(1) que causó 26 muertos a las tropas inglesas. Esto era algo que desconocía.
La posibilidad de contacto social entre los ingleses y criollos ocurrió gracias a una serie de bailes ofrecidos por lord Albemarle. ¡Qué lástima, pero que yo sepa no hay ninguna descripción!
Además de estos roces sociales, la victoria inglesa fue definitiva para que descendiera hacia Cuba un número considerable de comerciantes ingleses. Un relato cubano cuenta que, entre 1762 y 1763, entraron en La Habana ni más ni menos que 700 barcos. Si esto es cierto, significa que la cantidad habitual se habría multiplicado 40 veces.
Desde Norteamérica —quizás, la cuarta parte de esos barcos eran norteamericanos— llegaban alimentos, caballos, granos...; desde Inglaterra, tejidos, paño de algodón... y también maquinaria para el procesamiento del azúcar: calderas, machetes, cucharones... mucho más baratos que hasta entonces en Cuba.
De hecho, las importaciones eran tan cuantiosas que los tenderos de La Habana tardarían años en deshacerse de ellas. Luego, muchos de esos objetos fueron distribuidos por todo el imperio español. Los mercaderes que se dedicaban a vender estos artículos en La Habana encontraban muy difícil cobrarlos, mientras que el comercio entre esta ciudad y Jamaica permanecería bloqueado durante años.
Desde muchos lugares, no sólo de Jamaica, sino también desde las 13 colonias de Inglaterra e, incluso, directamente desde África, llegaron comerciantes de esclavos, tal vez alrededor de 20.
Henry Laurens, el rey del mercado de esclavos de la época en las 13 colonias británicas de América del Norte —un hombre de Charleston, Carolina del Sur, más tarde uno de los padres de la independencia norteamericana—, escribía a un amigo en Inglaterra que «la adquisición de La Habana aumentará el ardor de los propietarios de plantaciones en Georgia y en esta provincia hacia la compra de negros». No obstante, cuando la flota de comerciantes de esclavos alcanzó La Habana, se encontraron con que Albemarle había concedido el monopolio de la importación de esclavos a un tal John Kennion, un comerciante unitario —de una secta religiosa del norte de Inglaterra, todavía activa— que había sido proveedor general de la expedición. Desde luego, entre agosto de 1762 y julio de 1763, Kennion importó alrededor de 1 700 esclavos. También la Armada británica vendió otros 1 200 esclavos, que había comprado en Jamaica para que ayudaran en el combate.
Aun así, algunos de los comerciantes de esclavos que, apresuradamente y con grandes expectativas, enviaron sus barcos a La Habana en el invierno de 1762 consiguieron vender cierta cantidad de los mismos. En aquellos momentos, ni los católicos ni los protestantes estaban en contra de la trata de esclavos, e incluso los cuáqueros no habían tomado una posición claramente hostil. Treinta años después, esto cambiaría, pero hacia 1760 los enemigos de la trata negrera eran muy pocos.
Calculo que alrededor de 4 000 fueron vendidos en estos meses: cantidad esta que, aun siendo menor que la ofrecida en la historia de la esclavitud en Cuba escrita por un tal señor Aimes en los años 20 del siglo XX (el pobre Aimes agregó un «cero» por error al total de Kennion, aumentando el número a 10 700 en lugar de 1 700), era de todas formas superior a la habitual en Cuba.
Un tal José Pico Villanueva pidió permiso para importar 1 000 esclavos al año en La Habana. Se le denegó, alegando que semejante cantidad de esclavos pondría en peligro la paz civil.
Los grandes beneficiarios de la colaboración con los ingleses fueron obviamente los colonos criollos, porque semejante disponibilidad de esclavos supuso el derrumbe del precio de los mismos. Así, antes de 1762, la antigua Compañía de La Habana vendía los esclavos a $300 cada uno (pieza de Indias), mientras que los comerciantes ingleses parece ser que sólo obtenían $90.
Por aquel tiempo, la guerra ya había terminado y las negociaciones de paz habían comenzado en París. Allí, los enviados diplomáticos habían alcanzado un famoso acuerdo: a Gran Bretaña le sería permitido mantener el control de los vastos territorios de Canadá y la India. Voltaire dijo: «Oigo que los ingleses han añadido otro desierto de hielo a su imperio». Pero las más ricas islas caribeñas conquistadas (Martinica, Guadalupe y, por supuesto, Cuba) tenían que ser devueltas.
Las protestas en Londres al respecto fueron numerosas, pero esos gritos —«Take and Hold» («Toma y mantiene»), era la frase de orden— se referían fundamentalmente a la devolución de Martinica y Guadalupe.
La idea de retener La Habana tenía pocos defensores, a pesar de que esta campaña le hubiese costado a lord Albemarle su salud para siempre, y a muchos otros sus vidas, sobre todo a causa de enfermedades como la malaria o la fiebre amarilla. Estas últimas habitualmente se cobraban más vidas entre las tropas que participaban en las guerras coloniales en los trópicos, que las pérdidas por causa del mismo combate.
En Cuba, el antiguo régimen fue restaurado, y algunos de los colaboradores de los ingleses fueron deshonrados, como fue el caso de los dos gobernadores-tenientes durante el dominio inglés: Peñalver, y Recio de Oquendo, ambos juzgados en España.
Durante mucho tiempo se ha aceptado que la ocupación británica aportó cambios fundamentales a la historia de Cuba. En esos nueve meses, los criollos aprovecharon nuevos contactos y vislumbraron su posible desarrollo si adoptaban los métodos ingleses. Incluso, se ha llegado a decir que dichos cambios se debieron a la introducción de la masonería en Cuba por parte de los mismos ingleses.
Más tarde, se ha pensado que el número de esclavos importados bajo el dominio inglés pudo ser el promotor de dichos cambios.
Aquellos que vean la ocupación británica como la introductora del motor de cambio pueden desde luego recurrir a las estadísticas. Así, en los siete años anteriores a 1760, las exportaciones de azúcar desde Cuba se estimaban en 300 toneladas anuales, mientras que durante el quinquenio posterior a la retirada de los británicos (1764-1769), las cantidades fueron superiores a las 2 000 toneladas por año.
En la década de 1770, las exportaciones se acercaban a las 10 000 toneladas, cinco veces el total de las de la década de 1760 y 30 veces de las de 1750. El azúcar cubano se lanzó hacia una carrera extraordinaria para convertir a Cuba en la mayor productora mundial de azúcar en el decenio de 1820.
Sin embargo, los cambios tecnológicos introducidos parecen ser escasos y, por lo tanto, apenas repercutieron sobre las cifras de producción del siglo XVIII. Los molinos continuaban siendo impulsados por bueyes; la maquinaria responsable de aplastar la caña seguía siendo de madera; los llamados «trenes» de ollas encargadas de cocer el líquido resultante eran siempre de cobre. Más tarde, el vapor y otras aportaciones transformarían la industria del azúcar en Cuba.
El gran paso adelante de la industria azucarera cubana después de la ocupación inglesa de 1762 se debió, en gran medida, al resultado del aumento de la extensión de hectáreas dedicadas a la plantación de caña. Entre 1760 y 1790, esos cultivos se multiplicaron en 16 veces, en tanto —desde que los británicos llegaron hasta 1774— el número de plantaciones de azúcar aumentó de aproximadamente 100 a casi 500.
Es también cierto que el tamaño medio de los molinos de azúcar aumentó con el consiguiente abaratamiento de los costes: por término medio, el incremento ascendió de 200 hectáreas, en 1762, a 400 en 1792. El número medio de esclavos por plantación en 1792 era aproximadamente de 80, mientras que en 1762 era de unos 30.
Todos estos cambios implicaban grandes inversiones, y en la mayoría de los casos eran posibles gracias a los préstamos concedidos por los comerciantes, pues entonces no existían bancos.
Los mismos comerciantes, por tanto, tenían sus intereses puestos en el éxito de la aventura que suponía el azúcar, y durante muchos años no se sintieron decepcionados.
Cuando digo que el auge azucarero se debió «en gran medida, al resultado del aumento de la extensión de hectáreas dedicadas a la plantación de caña», debería añadir algo más: el mercado español aumentó y su acceso fue facilitado por la legalización en 1765 de siete puertos españoles más de entrada a los productos extranjeros, además del de Cádiz. Además, se abrieron nuevas vías hacia el mercado de Norteamérica.
Puede constatarse el colapso de los astilleros de La Habana y el traslado de sus trabajadores cualificados (carpinteros, barrileros, zapateros, saladores de carne vacuna...) a los molinos de azúcar.
Por otro lado, también existía mayor disponibilidad de mano esclava no sólo debido a las fuertes importaciones británicas de 1762 y posteriores, sino también a los esclavos introducidos por los responsables de las nuevas fortificaciones de La Habana —como la de la Cabaña— con el fin de prevenir una catástrofe semejante a la de 1762.
El tráfico ilegal de esclavos desde Jamaica floreció como nunca antes. Por añadidura, varios comerciantes británicos permanecieron en La Habana durante muchos meses, incluido John Kennion —el comisario de Albemarle—, quien sería más tarde mercader de esclavos tanto en Liverpool como en Jamaica. Este unitario llegó a decir en la Oficina Comercial de Londres que sus posesiones en La Habana equivalían a todas las de sus colegas juntos.
Parece seguro que los años iniciales de 1760 fueron decisivos para la economía cubana en su transformación en economía primordialmente azucarera, lo cual trajo gran beneficio a la isla durante muchos tiempo, a pesar de que hoy parece que el monocultivo haya traído sus miserias, además de cuestionarse que tal esplendor se haya basado en el trabajo de los esclavos.
El planteamiento de que la captura británica de la isla fuera el turning point (el punto de inflexión, el punto de cambio) en la historia de Cuba, sirvió de favorito durante el siglo XIX, en especial para el ilustrado reformista Francisco de Arango y Parreño, aristócrata radical y hombre fascinante que, en la década de 1790, visitó Inglaterra para averiguar de qué forma podría él —y, por tanto, Cuba— aprender nuestros métodos.
Más recientemente, este argumento parece tener menos seguidores. Se ha apuntado hacia el hecho de que ya existían indicios importantes de modernización en Cuba en la década de 1750: por ejemplo, existía un servicio de correos entre La Habana y Santiago en 1755.
El historiador de El Ingenio, Moreno Fraginals, apuntaba que las cifras relativas al azúcar en 1750 en Cuba —exportaciones, producción general, número de plantaciones, hectáreas de caña...— han sido continuamente infravaloradas, quizás a propósito por el propio Arango. Aunque nació en 1765, justo después de que los ingleses abandonasen la isla, este último era —a su manera— un anglófilo.
Y es que para algunos es difícil creer en la existencia de algo tan anacrónico como un turning point, lo cual no es en sí un punto de vista marxista, pues Marx era contrario a enfatizar el papel de los individuos.
La idea de un turning point no ha podido recuperarse jamás del comentario del historiador Alan Taylor sobre las revoluciones europeas de 1848: «the revolutions of 1848 were a turning point in European history about which European history failed to turn».(2). Desgraciadamente he fallado en traducir esta frase al castellano.
No obstante, los británicos tuvieron una influencia importante en Cuba. La entrada de cantidad de productos y de un considerable número de esclavos es indiscutible. La colaboración de los criollos con los ingleses fue obvia.
En todo caso, podría asumirse que la derrota trajo para Cuba un importante efecto positivo. Sucede así frecuentemente con las derrotas. Nietzche dijo que una gran victoria puede comportar peores consecuencias que una gran derrota. Cabría conjeturar, entonces, que la gran victoria de los ingleses en 1762 vaticinó la pérdida de nuestras colonias norteamericanas.
A decir verdad, me gustaría poder regresar en el tiempo y ver unos de los bailes ofrecidos por lord Albemarle en La Habana, quizás en el Palacio del conde de Jaruco y Mopox, en la Plaza Vieja, antigua plaza del Mercado. ¡Ay! ¡Qué tiempos! ¡Qué música!



(1) Se refiere al artículo Ingleses en La Habana, realizado por Argel Calcines, editor general de esta revista, en colaboración con Juliet Barclay y Victoria Ryan Lobo (Opus Habana, Volumen 6, Número 2, 2002). Se aprovecha aquí para alertar que en dicho artículo se produjo una errata al salir mal escrito el apellido Albemarle. Para más información ver próxima página.
(2) Una traducción aproximada de esta frase podría ser: «las revoluciones de 1848 fueron un punto de cambio en la historia europea, si bien la historia europea siguió su rumbo». [N. del E.]

Este óleo de Dominic Serres está relacionado con la serie La captura de La Habana, 1762, y se conservaba en Moscú, hasta que fue trasladado recientemente a la residencia del Excelentìsimo Embajador británico en La Habana, Paul W. Hare LVO, gracias a cuya amabilidad se reproduce. La escena pudiera corresponder al ataque y toma de la batería de La Chorrera, representados en el grabado número VI de la famosa serie de 12 grabados de Serres. Ver torre fortificada en el centro de la imagen.

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