A partir de los trabajos publicados en el volumen Ensayos Literarios, el articulista procura «reconstruir, para ofrecerlo a nuestros lectores, un cuadro animado y pintoresco de la sociedad oriental a fines del siglo XVIII y principios del XIX».

Referencia a las costumbres sencillas y en ciertos modos patriarcales, de la sociedad de la parte oriental de Cuba a fines del siglo XVIII y principios del XIX.

En 1846, y cuando todavía en Santiago de Cuba apenas si empezaban a cultivarse con algún entusiasmo las letras, publicaron José Joaquín Hernández, Francisco Baralt y Pedro Santacilia, un libro en el que, con el modesto título de «Ensayos Literarios», reunieron diversos trabajos en prosa y verso, referentes los más de ellos, a asuntos locales.
Con los datos que los dos primeros nos ofrecen, ya que el último sólo publicó en ese volumen varias poesías y estudios históricos sobre los primitivos habitantes de Cuba, vamos a procurar reconstruir, para ofrecerlo a nuestros lectores, un cuadro animado y pintoresco de la sociedad oriental a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Salta a la vista, leyendo todos esos trabajos, la ingenua despreocupación y descuidada licencia, – por más de un historiador– que reinaban en las costumbres, sencillas y en cierto modo patriarcales, de la primera de dichas épocas.
Abandonados por completo el ornato público y la enseñanza, no había entonces en Santiago de Cuba, ni periódicos, ni aceras, ni calles empedradas, ni alumbrado. La ciudad terminaba, por el Oeste, en lo que se llamó Factoría; y al Este, se hallaba el barrio de Guayabito; al Sur, estaba la entrada en la Cantera. Lo demás era playa, manglares y campo raso. Los quitrines que años más tarde seguían, en larga fila, las procesiones, no eran aún conocidos, pues sólo rodaban por aquellas empinadas calles, ocho o diez calesas. El café, se vendía en las boticas; y el juego absorbía por completo, no solamente a los hombres, sino también a las mujeres, que, sin recato de ninguna clase, se entregaban a todas sus emocionantes peripecias.
Se almorzaba a las ocho de la mañana; se comía de doce a una de la tarde. Después de la comida, todas las casas se cerraban, pues sus habitantes tenían que echar su siestecita hasta las tres. A esa hora, salían a dar una vuelta los canónigos y capellanes de coro, casi tan numerosos como hoy en día; comenzaban abrirse puertas y ventanas, pudiendo observarse a las damas sentadas en las salas. Era la hora de hacer y recibir visitas, siempre que hubiesen sido anunciadas previamente, para poder prepararles el chocolate con que se las obsequiaba, mojado siempre con rosquitas o rosqueticas, completándose, a veces, con ricas pastillas de naranja, limón o guayaba o sabrosos bollos de pan de huevo. Las amistades se retiraban al toque de oración, que rezaba toda la familia y criados de rodillas. La tertulia de los íntimos se extendía hasta bien entrada la noche. A esa hora, se oía en toda la ciudad el martilleo monótono y nada musical de las cocineras adobando el tasajo fresco y el arroz blanquito, para la cena de las nueve. Las familias se alumbraban encendiendo un farol en el arco de la casa y otro en la puerta de la calle. No se conocían los quinqués, ni las lámparas colgantes, ni las sillas de caoba o maple ni los balancines, que vinieron mucho después. Las modas no podían encontrarse en estado más primitivo. El traje usual de las mujeres, se reducía a las enaguas, de algún género de seda, y la camisa o chambra, de batista, tan fina que casi era transparente... casi, casi, como en nuestros días. Eso sí, los lutos se llevaban con gran rigor, cerrándose las casas a cal y canto, y las viudas – alegres que en la actualidad– no se vestían sino de blanco o morado.
Las diversiones eran pocas, pero aprovechadas, terminando todas en baile. La época imponía el ceremonioso minuet y la contradanza, sustituidos más tarde por el rigodón y la danza, que José J. Hernández califica de voluptuosa, pues se bailaba, según afirma, con mucha sandunga. En los días de santos, bautizos, procesiones, matrimonios, el buffet no era muy complicado, que digamos: no se repartía otro refresco que agualoja y sangría. En cada iglesia o convento, los días del patrono, se celebraban en la plaza respectiva, los caneicitos o ferias, con su aditamento de baile.
Los muchachos, hasta los diez y ocho años se entretenían volando por las calles cometones o papalotes, y, al decir del ya citado José J. Hernández, «consideraban una galantería llevarlos mantenidos hasta las puertas de sus amadas para dejárselos tener».
Pero la diversión más popular y extendida y para la que siempre existía –¿cómo no?– verdadero embullo era la que se conocía con el nombre de salir a mamarrachar. Se organizaban por los jóvenes amigos curiosas partidas o excursiones a caballo. Convidaban a sus novias, llevándolas montadas delante de la silla. Y así, ingenua y candorosamente, recorrían los pueblos vecinos. ¡Lástima que nosotros, tan atrasados, no mamarrachemos también aunque sea en automóvil!
Pero con el transcurso de los años, se fueron puliendo y refinando las costumbres públicas y privadas. Las mujeres dejaron de jugar; modificaron su indumentaria: usaron túnicos, preocupándose de no llevar el mismo traje a varias fiestas o bailes.
Fue entonces cuando llegó a su apogeo, por decirlo así, entre las damas, el cultivo del divino arte de Rafael y el Tiziano, como complemento del adorno femenino.
Llegamos con esto al que podemos llamar el reinado de la cascarilla, que se extiende y propaga de tal manera, que aún los jóvenes de hoy la hemos alcanzado, desempeñando un papel importantísimo en el tocador de nuestras abuelas.
Había dos clases de cascarillas: de huevo y de caracol. La última era la preferida por las damas, porque pegaba y blanqueaba, más.
El agua blanca, apenas se conocía y el carmín no lo usaban más que las que estaban pasándose de tiempo.
El uso, dice José J. Hernández, a que generalmente está destinada la cascarilla, es «a quitar la grasa del cutis, pero sirve este medio como de excusa y parapeto, al verdadero: al de blanquear. Sin embargo, aún no he encontrado ninguna señorita bastante franca que me haya confesado que la emplea para lo último. Yo lo creo, como que esto es mirado por ellas como un delito y que no falta quien ridiculice ese prurito que tienen muchas de ser blancas, mal que pese a la naturaleza».
Entre los jóvenes, la cascarilla usada por las damas dio lugar a protestas ruidosas, pues en los bailes, con la agitación y el movimiento, la cascarilla iba pasando lentamente del rostro de las damas a la casaca de los galanes, que, al terminarse la danza, quedaban completamente blanqueados. Para tener partido en los bailes, se necesitaba no sólo ser buena bailadora, sino también blanquear a sus compañeros lo menos posible.
De ahí que las muchachas, apenas notaban que su compañero sacudía la casaca o cuchicheaba con alguien, se acercaban disimuladamente a cualquier amiga, entablándose entonces este diálogo, que cita Hernández:

– ¿Tendré mucha?

– No. ¿Y yo?

– Aquí, de este lado, tienes un bigote – contestaba la amiga, aplicándose aquélla, al instante, el pañuelo al lugar indicado.

Ahora podrán explicarse nuestros lectores, por qué de las cubanas de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se afirmaba que se desteñían llamándolas también, por la causa antes indicada, mancha casacas.
Hemos traído a las páginas de Social todas esas antigüedades porque, conocedores de ellas, no hace mucho tuvimos ocasión de recordarlas, con motivo de un curioso incidente que ocurrió en una boda.
Terminada la ceremonia religiosa, se trasladaron los nuevos esposos, en un espléndido automóvil, a la morada de la novia para de allí, como de costumbre, cambiada la indumentaria, partir a una preciosa finca donde pasarían la luna de miel. Pero, parece que, impacientes, en el camino de la iglesia a la casa se les ocurrió exclamar, algo expresivamente, la frase: ¡al fin solos!, pues, cuando llegaron a la casa, el novio tenía la manga y hombro derechos del frac completamente blanqueados.
¡Su novia también se desteñía!

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