Si la previsión infalible es por ahora ilusoria y, a fin de cuentas, el hombre sigue expuesto a la incertidumbre de fenómenos naturales que lo superan, valga entonces el recuerdo de aquellos momentos difíciles para perseverar en la idea de que –por encima de los infortunios– esta ciudad pervivirá gracias a su vocación de futuro.
Las temporadas ciclónicas de 2004 y 2005 mantuvieron en estado de vigilia al Centro Histórico.
El padre Benito Viñes miró la columna del barómetro y, al comprobar que la presión atmosférica seguía descendiendo, pensó una vez más en cuán útil sería para los navegantes su ciclononephoscopo de Las Antillas.
El instrumento es sencillo, de cartulina gruesa: con un círculo fijo sobre el cual gira otro de menor diámetro. Permite situar –con ayuda de una brújula– el vórtice del ciclón tropical a partir de las direcciones del viento o de la procedencia de las nubes (nephos): las nubes bajas, los cúmulos altos, los cirroculus y, por último, los cirros que el propio Viñes bautizara como «plumiformes»...
Si en las jornadas del 12 de agosto y 12 de septiembre de 2004,1 o del 24 de octubre de 2005, 2 yo hubiera tenido en mis manos ese pequeño dispositivo, habría intentado aliviar mi angustia apelando a la memoria del gran meteorólogo jesuita. 3
Así, en vez de rezar con una Biblia en la mano, hubiera escrudriñado las nubes visibles en busca de señales que despejaran mi sentimiento de incertidumbre. Pues aunque el ciclononephoscopo hoy nos parece inútil, representa un símbolo del conocimiento humano frente a la inconmesurabilidad del mundo...
«Es posible buscar y encontrar a Dios en todas las cosas», debió invocar el padre Viñes a san Ignacio de Loyola antes de ofrecer públicamente, una vez más, su pronóstico sobre la tormenta que se avecinaba.
Era el 4 de septiembre de 1888, el mismo año en que fechó su prototipo de ciclononephoscopo. 4 Oteando con su ayuda las diferentes configuraciones nubosas en el horizonte, podía inferirse que la tormenta se encontraba muy lejos, al este de La Habana.
Confirmaba esa hipótesis la correlación de los datos graficados por el meteorógrafo de Secchi y las informaciones recibidas por telégrafo desde distintos lugares de la Isla. Todo hacía creer que las provincias occidentales no correrían peligro alguno, pues el huracán debía recurvar hacia el norte.
Así lo sostuvo el padre Viñes, quien el 11 de septiembre de 1875 –cinco años después de haber llegado a Cuba– había acertado al emitir el primer aviso de un ciclón tropical en la historia de la ciencia. 5
Mas esta vez se equivocaba: con un movimiento inesperado, el huracán penetró en tierra cubana por la costa norte de Las Villas y, atravesando de norte a sur, pasó cerca de La Habana hasta salir al canal de Yucatán por los alrededores de Mantua, Pinar del Río.
«Trayectoria anormal del desastroso ciclón del 4 al 5 de septiembre de 1888», titularía Viñes su reporte del fenómeno, publicado como anexo a las Observaciones magnéticas y meteorológicas hechas en el Real Colegio de Belén ese mismo año.
Y aunque esta suerte de memoria descriptiva no arroja ningún vestigio de su desconsuelo, es presumible que –para calmarlo– el sacerdote se embebiera en la lectura bíblica desde el mismo momento en que interiorizó su error:
Vanidad de vanidades, todo es vanidad (...) ¿Qué provecho recibe el hombre de todo el trabajo con que se afana bajo el sol? Una generación va y otra generación viene, mas la tierra permanece para siempre. El sol sale y el sol se pone, a su lugar se apresura, y de allí vuelve a salir (...)
Sus ojos leían a Salomón, pero varias preguntas no dejaban de removerse en su conciencia: ¿Qué había causado esa trayectoria anormal del ciclón? ¿Por qué no había tomado la esperada «recurva»?
Y desde el texto bíblico parecían venir las respuestas, como probando el acero de su temple:
Soplando hacia el sur,
y girando hacia el norte,
girando y girando va el viento
y sobre sus giros el viento regresa...
El padre Viñes comprendió que, aun cuando intentara definir las leyes de la circulación y traslación ciclónicas, existirían siempre huracanes anómalos en su estructura y trayectoria.
Ya lo dice el versículo 5 en el Capítulo 11 del propio Eclesiastés:
No sabes cuál es
el camino del viento...
Por qué le cuesta tanto predecir a los meteórologos el tiempo con certidumbre?», se preguntaba hacia 1909 el matemático francés Henri Poincaré6 en un texto precursor del debate contemporáneo sobre determinismo y predecibilidad:
«Los meteórologos ven claramente que el equilibrio es inestable, que un ciclón se va a formar en un algún lugar, pero no están en condiciones de decir exactamente dónde; una décima de grado más o menos en un punto geográfico cualquiera y el ciclón estalla aquí y no allí, y extiende su furia por las comarcas que, de otro modo, hubieran quedado intactas».
O sea, el determinismo depende de la naturaleza, mientras que la predecibilidad –según Poincaré– depende del conocimiento humano, de los meteorólogos en este caso: «De haber conocido esa décima de grado, habrían podido saberlo con antelación, pero las observaciones no fueron ni lo bastante amplias ni lo bastante precisas, y por eso todo parece debido a la intervención del azar», advierte en Sciencie et Méthode.
¿Pero depende la predecibilidad sólo de la capacidad cognitiva del ser humano?
Sería precisamente un predictor climático, Edward N. Lorenz, 7 quien suscitara esa interrogante al despedir el chispazo que, entre dos largas noches –parafraseando a Poincaré–, lo es todo: el pensamiento.
Durante el invierno de 1961, con el objetivo de comprobar su modelo matemático de circulación atmosférica, Lorenz se afanaba en la resolución de un sistema de ecuaciones no lineales8 en computadora, cuando decidió tomarse una taza de té.
Paró el ordenador (un Royal McBee), no sin antes fijar precavidamente los datos obtenidos poco antes de la interrupción. Así, después de paladear la infusión, podría repetir una parte del cálculo a manera de prueba para, luego, continuar con seguridad y ahorro de papel.
Aunque simple, su simulación numérica se aproximaba a la realidad –o sea, era determinista y continua–, por lo que Lorenz se extrañó muchísimo al comprobar que los nuevos resultados divergían tremendamente de los anteriores.
Pensó, incluso, que la computadora se había averiado, hasta que cayó en la cuenta: había introducido 0,506 en lugar de 0,506127, redondeando este número con la convicción de que la diferencia (una milésima parte) no era importante.
Siendo fiel a su intuición matemática, Lorenz comprendió que había descubierto una nueva propiedad: la «sensibilidad a las condiciones iniciales», causante de que muchos fenómenos reales sean impredescibles por obra y gracia de Deus sive Natura.
Por ejemplo: la atmósfera. Bastaría una mínima perturbación para que, al cabo de cierto tiempo, su conducta se vuelva sumamente inestable... Eso sí, con arreglo a un orden intrínseco: el del caos determinista.
Este comportamiento se ha denominado «efecto mariposa», una expresión cuasi metafórica. Y, dada su complejidad, «pocos son los especialistas, por ejemplo, que confían en la posibilidad de que algún día se hagan previsiones meteorológicas a largo plazo. Esta conciencia de que la imprevisibilidad puede ir asociada al determinismo constituye, sin duda, una revolución conceptual a la que produjeron la física cuántica y la teoría de la relatividad».9
No importa que los ordenadores sean cada vez más rápidos y asequibles, que aumenten los datos proporcionados por barcos, boyas, radares y satélites, por los aviones dentro del mismísimo ciclón... siempre habrá un rango de incertidumbre en el pronóstico de su trayectoria, y más aun, en el de su intensidad. 10
Pero no por ello los meteorólogos desisten de perfeccionar sus modelos de predicción, aunque nunca se logre aprehender esa «condición inicial» que –imperceptible como el batir de alas de una mariposa– puede, no obstante, desencadenar un huracán en Las Antillas.
Todo era confusión, todo era caos. Sólo una cosa predominaba: el zumbido del huracán, ni ronco ni agudo, un eco especial, continuo, pronunciado, como el que forma el aire alrededor de la pieza que la máquina tornea, imponente por su grandeza y desconsolador por su constancia...11
Tal descripción de la Tormenta de San Francisco de Borja –que azotó La Habana durante casi 20 horas a partir de la noche del sábado 10 de octubre de 1846, pero sobre todo en la mañana del domingo– resulta más vívida si se acompaña con el análisis iconográfico del conocido grabado de Federico Mialhe.
Entendido como confusión y desorden –en su acepción teogónica relacionada con el misterio del origen del mundo–, el caos se nos revela en esa imagen con los barcos yéndose a pique en las aguas procelosas de la rada habanera.
Dada la perspectiva que domina la escena, sólo pudo ser visualizada desde la altura del Morro. Y para tomarla, ¿utilizó Mialhe el daguerrotipo como en otras ocasiones? Pudiera ser, pero sólo como referencia, pues con esa técnica no podía fijarse el movimiento de las olas. No obstante, de haber representado verazmente el oleaje, su testimonio gráfico hace pensar en que lo peor de la tormenta había pasado... o que el artista, devenido audaz reportero, se arriesgó durante algún instante de calma aparente, como cuando –a las 10 y 30 am de aquel domingo infausto– el ojo del huracán cubrió la ciudad.
La presión atmosférica cayó entonces al valor mínimo más bajo de todos los tiempos en tierra cubana, aún no superado: entre 687, 31 y 703, 82 (mm de la columna de mercurio), según diferentes reportes. 12
Al quedar registrado por las redacciones del Diario de La Habana y El Faro Industrial, así como por aficionados a la Meteorología, ese comportamiento barométrico convierte a la Tormenta de San Francisco de Borja en el referente más antiguo al evaluar objetivamente la intensidad de cuanto ciclón ha azotado La Habana en toda su historia.
Por los daños y la fuerza de sus vientos máximos sostenidos, cuya velocidad debió superar los 250 kilómetros por hora, los especialistas deducen que clasificaría como categoría 5 en la escala Saffir-Simpson, siendo uno de los pocos de tal magnitud que ha castigado Cuba. 13
También resulta elocuente el testimonio de la ruina del Teatro Principal. Se afirma que, a la arquitectura ya de por sí extraña de esa construcción –«cuyo conjunto le da bastante semejanza con un buque con la quilla al cielo»–14 se le encimó precisamente una embarcación que, lanzada por la tormenta, desvela no ya el sustrato caótico, sino hasta grotesco que acompaña a toda calamidad.
Espacio abierto a las riquezas y amenazas del mundo, evocación de refugio y fragilidad, la Bahía refiere a sí misma la magnitud de la tragedia dado su inmenso valor simbólico como microcosmos.
Así, ochenta años después, el meteorólogo jesuita Mariano Gutiérrez-Lanza focaliza el puerto habanero cuando sostiene –como prueba de predicción– su responso al capitán del vapor Toledo que, anclado allí, se disponía a soltar las amarras en la víspera del gran ciclón de 1926:
«Bien, capitán, le dijimos después de informarle de la situación: ¿piensa Ud. darse a la mar esta tarde? No, pienso mañana, fue su respuesta. ¡Ah!, mañana no saldrá Ud. –¿cómo es eso? –le digo a Ud. que mañana no saldrá de este puerto (...) lo que Ud. debe hacer es ir a bordo y mandar a encender los hornos para tener presión en las calderas y ayudar a las anclas a resistir la furia del huracán».15
El tono reprensor del sacerdote remite al antecedente legendario que, en 1876, había consagrado la popularidad de su maestro, el padre Viñes, cuando éste había alertado al patrón del vapor norteamericano Liberty sobre el peligro de zarpar ante la amenaza de un ciclón que atravesaría el Estrecho de la Florida. El navegante desoyó la advertencia, pero no así los pasajeros, quienes se salvaron del naufragio.
El capitán del Toledo sí obedeció, y «esto debieron hacer todos los buques de vapor fondeados en la bahía. ¡Cuántas desgracias se hubieran evitado!», 16 se lamentaba el padre Gutiérrez-Lanza, quien dirigía el Observatorio del Colegio de Belén desde que muriera Lorenzo Gangoiti, sucesor de Viñes.
Con criterio de autoridad, su discurso ante la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana combina la argumentación científica con el relato de lo acontecido el 19 y 20 de octubre de 1926:
«La Habana pasó el día y la noche del 19 como reo en capilla, viendo pasar las horas entre el temor y la inquietud, y esperando el momento fatídico de la llegada del verdugo. Flotaba en la atmósfera la sensación de que sobre la capital se cernían las alas negras de un siniestro, cuya magnitud era una interrogación».17
En pocas horas –sobre todo entre las 8 y 10 am del día 20–, el viento derribó prácticamente todo el arbolado de la ciudad, mientras la copiosidad de la lluvia y la crecida del mar inundaron el litoral, los barrios bajos y las llanuras de la cuenca del río Almendares.
Sin luz, sin agua, sin teléfonos, sin tranvía, sin trenes, sin caminos, sin telégrafos... la capital quedó totalmente incomunicada del resto de la Isla.
«La catástrofe en el puerto fue horrible. Gran número de los barcos resguardados en él garrearon de sus amarras y quedaron hechos juguete del huracán, chocando unos con otros, yéndose muchos a pique con gran pérdida de vidas, sobre todo de pequeñas embarcaciones».18
Además de unas 600 víctimas fatales, 19 ese meteoro –al decir de Alejo Carpentier– dejó «una serie de fantasías tremebundas como marcas de su paso: una casa de campo trasladada, intacta, a varios kilómetros de sus cimientos: goletas sacadas del agua, y dejadas en la esquina de una calle: estatuas de granito, decapitadas de un tajo; coches mortuorios, paseados por el viento a lo largo de plazas y avenidas, como guiados por cocheros fantasmas. Y, para colmo, un riel arrancado de una carrilera, levantado en peso, y lanzado sobre el tronco de una palma real con tal violencia, que quedó encajado en la madera, como los brazos de una cruz».20 Inspirado en aquellas circunstancias extremas, compuso Sindo Garay su canción El huracán y la palma, cuya letra –acompañada de tristes acordes– es una alegoría de la resistencia a las adversidades, simbolizada en la palma «erguida y valiente» que, «doblada hacia el suelo, besando la tierra, vadeó el huracán».
Pero esa capacidad probada del cubano para recuperarse de los infortunios, contrastaba con el desinterés de las autoridades gubernamentales por mejorar el servicio meteorológico, lo cual denuncia Emilio Roig de Leuchsenring en un artículo publicado en el semanario Carteles.21
Bajo el seudónimo de El Curioso Parlanchín, en la sección «Habladurías», el reconocido escritor costumbrista relata su encuentro con José C. Millás, director del Observatorio Nacional desde 1921.
Situada en las alturas de Casablanca, esa institución «triste es confesarlo, se encuentra en el mismo estado de desastroso abandono oficial en que se hallan casi todos nuestros centros culturales: Universidad, bibliotecas, museos, laboratorios», afirma el cronista tras constatar que el ciclón ha destrozado muchos de sus instrumentos: «anemómetros, pluviómetros, veletas; la caseta con los termómetros, evaporómetros, psicómetros, higrógrafos y termógrafos».
El artículo finaliza emplazando a las autoridades («Señores padres de la patria; Señor Presidente de la República») con el objetivo de que se apruebe urgentemente una ley concediendo un crédito de 50 mil pesos, suma que Millás considera suficiente para –según palabras de Roig– «colocar al Observatorio en condiciones no sólo eficientes, sino dignas de Cuba, que fuera además de útil, prestigio y gloria para nuestra patria».
Pero no sería hasta 1942 que esa institución fuera realmente recompensada por su importante labor, a partir de una coyuntura histórica que revolucionó a la propia Meteorología: la Segunda Guerra Mundial.
Subordinado desde ese año a la Marina de Guerra, el Observatorio Nacional resultó beneficiado por el interés de Estados Unidos en el funcionamiento eficiente del Servicio Meteorológico Cubano. Y es que, entre otros factores, «el estado del tiempo imperante en los alrededores de Cuba constituía un factor decisivo para las operaciones de la Armada, enfrascada sobre todo en la búsqueda y hundimiento de submarinos alemanes».22
De modo que, cuando el 18 de octubre de 1944, irrumpió el ciclón más grande que azotó La Habana en todo el siglo XX y hasta la fecha, Millás pudo afirmar categóricamente que superaba al de 1926 pues su Observatorio contaba ya con modernos anemógrafos, además de estrenar la técnica del radiometeorógrafo o radiosonda.
Aquel huracán sin nombre bramó con vientos que llegaron a alcanzar 162 millas por hora (más de 260 km/h), según ese meteorólogo, además de que los mantuvo por encima de 90 durante las largas horas de su paso lento y arrollador.
Por la costa sur –playa Cajío y Guanímar–, el mar penetró 10 kilómetros tierra adentro hasta alcanzar cinco metros de altura en algunos puntos. El balance fatal: cerca de 300 muertos.
Ocurridos todos en octubre, los huracanes de 1846, 1926 y 1944 crearon situaciones límites y, como tales, quedaron en la memoria colectiva de los habaneros de sucesivas generaciones. A su vez, el recuerdo de aquellos momentos difíciles hace perseverar en la idea de que –por encima de los infortunios– esta ciudad pervivirá gracias a su vocación de futuro.
El Historiador de la Ciudad oteó el horizonte y repitió para sus adentros: «El huracán y yo solos estamos. El huracán y yo solos estamos...».
Era apenas un versículo del poema «En una tempestad», de José María Heredia, pero resumía la sensación que le provocaba el advenimiento –cada vez más prematuro– de la temporada ciclónica.
Apenas tenía dos años de edad cuando pasó el huracán de 1944, mas creía recordarlo. ¿O será que la mente aplica retroactivamente las experiencias acumuladas hasta inventar los recuerdos de antaño?
Por ejemplo, el cúmulo de acciones que han de repetirse para enfrentar cada una de esas contingencias: «el toque de martillos en las puertas, la recogida de agua potable, las sardinas en aceite con su pan, la luz brillante y las velas, y todo lo que el ciclón propone en esos días que se hacen noches. Bonanzas que se convierten en vientos, tormentas, y en terribles rumores de nubes y cosas que vuelan».23
«Huracán, huracán...», voceaba la réplica de la Giraldilla, cuyo original cayó desde lo alto del Castillo de la Fuerza a merced del ciclón de 1926 y hoy se conserva en el Museo de la Ciudad.
«Huracán, huracán...», la nueva Santa Elena que, en la cima del campanario del convento de San Francisco de Asís, rememora a la que perdió cabeza y cruz en 1944.
«Huracán, huracán...», el Mercurio de bronce que, luego de volar en octubre de 1999 por causa de Irene, volvió a su trono en la Lonja del Comercio, dotado de un soporte giratorio que le permite burlarse del azote eólico.
«Huracán, huracán, venir te siento...», parecía citar al poeta Heredia la antigua ciudad intramuros con cada uno de sus símbolos, mientras Eusebio Leal Spengler nos reunía para instruirnos ante la amenaza de Wilma, como un año antes lo había hecho con Charlie y, después, Iván.
«El próximo lunes podríamos estar ante una emergencia nacional, y quizás debamos comenzarlo todo»,24 nos alertó la mañana del 11 de septiembre de 2004, cuando parecía inevitable que La Habana sucumbiera al último de esos meteoros.
A su voz, cerraron herméticamente los museos y, al unísono, se habilitaron albergues para los habitantes más necesitados. Los pescadores retiraron sus botes de la dársena y, como si fuera un ritual, la estatua de Neptuno fue trasladada del Malecón para ponerla a resguardo en el interior del Palacio de Lombillo. En la Plaza de San Francisco, un bosque de puntales dio apoyo a las balconaduras de los antiguos palacios y casas solariegas. Ya se escuchaba el ulular del viento...
En vilo, el Historiador de la Ciudad esperó el desenlace, como tantas veces había hecho desde que en 1967 iniciara la gesta rehabilitadora del Centro Histórico. Pero a diferencia de Heredia, no estaba solo.
Cada vez que aparece un huracán, sus colaboradores invocamos al padre Viñes y rogamos porque el camino del viento sea desviado... gracias al aletear de una simple mariposa.
1En 2004, con un mes de diferencia, la región occidental de Cuba fue afectada por los huracanes Charlie e Iván.
2En 2005, el huracán Wilma provocó severas inundaciones en el litoral habanero.
3Luis E. Ramos Guadalupe: Benet Viñes, Fill il-lustre de Poboleda i figura de la predicció de ciclons a Cuba (Ajuntament de Poboleda, 2003). Para ahondar en la vida y obra del científico catalán resulta imprescindible consultar este libro. Agradezco a su autor la ayuda generosa para la confección de este trabajo.
4Un ejemplar de ciclononephoscopo se conserva en el Museo Nacional de Historia de las Ciencias Carlos J. Finlay.
5El anuncio fue publicado en el diario La Voz de Cuba.
6Dedicado al estudio cualitativo de las ecuaciones diferenciales, Henri Poncaré (Nancy, 1854-París, 1912) ha sido revalorizado como el fundador del marco teórico de las actuales investigaciones sobre los sistemas dinámicos y el caos determinista.
7Matemático de profesión, Edward Norton Lorenz (West Haven, Connecticut, 1917) sirvió como predictor del tiempo para las Fuezas Aéreas Estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Al término de la misma, se dedicó a la meteorología en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, donde aún labora.
8Aplicando una serie de transformaciones de Fourier, Lorenz redujo a un sistema de tres ecuaciones diferenciales la ecuación de Navier-Stokes (prevista para los fluidos viscosos incomprensibles) y la ecuación térmica.
9Jean-Pierre Eckmann y Maurice Mashaal: «La Física del Desorden», en Mundo Científico, No. 115, Vol. 11, p.728. No obstante, en la actualidad se emplean métodos estadísticos para analizar los fenómenos caóticos. Aparecen múltiples objetos de estudio como los atractores extraños, exponentes de Liapunov...
10Al intervenir en la Primera Conferencia Mundial de Meteorología en los Medios de Comunicación (Barcelona, 2004), el Dr. José Rubiera, director del Centro de Pronósticos del Instituto de Meteorología de Cuba, insistió en la necesidad de trasmitir la incertidumbre en los pronósticos porque «aunque se ha avanzado mucho en la precisión de los pronósticos de trayectoria de los ciclones tropicales, las predicciones sobre intensidad siguen siendo aún hoy muy poco certeras».
11Memorias de la Sociedad Económica de La Habana. Segunda serie, 1846, t. 1, pp. 367-368.
12 Jorge Macle Cruz: «La Tormenta de San Francisco de Borja», en Boletín del Archivo Nacional, No. 12, 2000, p. 91. Estas cifras equivalen a 916 y 938,19 hpa.
13La escala Saffir-Simpson clasifica un huracán como categoría 5 mientras tenga una presión inferior a 920 hpa y vientos máximos sostenidos superiores a 250 km/h. También se tiene en cuenta la magnitud de los daños ocasionados.
14Antonio Bachiller: «Teatro Principal», en Paseo Pintoresco por la Isla de Cuba, La Habana, 1841-1842.
15, 16, 17, 18Memorias de los trabajos realizados por la Comisión de Subsistencias creada con motivo del huracán de 1926. La Habana, Imprenta y Papelería Rambla, Bouza y Cía, 1928.
19A nivel del país sólo fue superado por el del 9 de noviembre de 1932 –que provocó unas 3 000 muertes al penetrar el mar (surgencia) en el poblado de Santa Cruz del Sur, en Camagüey–, y el lento y enrevesado ciclón Flora, con unos 1000 fallecidos, por causa de los desbordamientos e inundaciones en la entonces provincia de Oriente entre el 4 y 8 de octubre de 1963.
20Alejo Carpentier: «Presencia de la naturaleza», tomado del libro en preparación Letra y Solfa: poética. Selección de crónicas de Alejo Carpentier, Letras Cubanas. Disponible en: http://www.lajiribilla.cu/2001/n27_noviembre/785_27.html.
21Emilio Roig de Leuchsenring: «Lo que es o lo que debería ser nuestro Observatorio Nacional», en Carteles, No. 47, 21 de noviembre de 1926.
22Luis E. Ramos Guadalupe: Instituto de Meteorología. Expresión de una ciencia en Revolución .Editorial Academia, La Habana, 2005.
23Magda Resik: «Rumores de nubes y cosas que vuelan». Entrevista a Eusebio Leal Spengler. Disponible en: http://www.lajiribilla.cu/2001/n27_noviembre/794_27.html.
24Eusebio Leal Spengler: Palabras introductorias al segundo tomo del libro Para no olvidar, Ediciones Boloña, La Habana 2005.
El pensamiento no es sino una chispa entre dos largas noches, pero esta chispa lo es todo.
Heinri Poincaré
Heinri Poincaré
El padre Benito Viñes miró la columna del barómetro y, al comprobar que la presión atmosférica seguía descendiendo, pensó una vez más en cuán útil sería para los navegantes su ciclononephoscopo de Las Antillas.
El instrumento es sencillo, de cartulina gruesa: con un círculo fijo sobre el cual gira otro de menor diámetro. Permite situar –con ayuda de una brújula– el vórtice del ciclón tropical a partir de las direcciones del viento o de la procedencia de las nubes (nephos): las nubes bajas, los cúmulos altos, los cirroculus y, por último, los cirros que el propio Viñes bautizara como «plumiformes»...
Si en las jornadas del 12 de agosto y 12 de septiembre de 2004,1 o del 24 de octubre de 2005, 2 yo hubiera tenido en mis manos ese pequeño dispositivo, habría intentado aliviar mi angustia apelando a la memoria del gran meteorólogo jesuita. 3
Así, en vez de rezar con una Biblia en la mano, hubiera escrudriñado las nubes visibles en busca de señales que despejaran mi sentimiento de incertidumbre. Pues aunque el ciclononephoscopo hoy nos parece inútil, representa un símbolo del conocimiento humano frente a la inconmesurabilidad del mundo...
«Es posible buscar y encontrar a Dios en todas las cosas», debió invocar el padre Viñes a san Ignacio de Loyola antes de ofrecer públicamente, una vez más, su pronóstico sobre la tormenta que se avecinaba.
Era el 4 de septiembre de 1888, el mismo año en que fechó su prototipo de ciclononephoscopo. 4 Oteando con su ayuda las diferentes configuraciones nubosas en el horizonte, podía inferirse que la tormenta se encontraba muy lejos, al este de La Habana.
Confirmaba esa hipótesis la correlación de los datos graficados por el meteorógrafo de Secchi y las informaciones recibidas por telégrafo desde distintos lugares de la Isla. Todo hacía creer que las provincias occidentales no correrían peligro alguno, pues el huracán debía recurvar hacia el norte.
Así lo sostuvo el padre Viñes, quien el 11 de septiembre de 1875 –cinco años después de haber llegado a Cuba– había acertado al emitir el primer aviso de un ciclón tropical en la historia de la ciencia. 5
Mas esta vez se equivocaba: con un movimiento inesperado, el huracán penetró en tierra cubana por la costa norte de Las Villas y, atravesando de norte a sur, pasó cerca de La Habana hasta salir al canal de Yucatán por los alrededores de Mantua, Pinar del Río.
«Trayectoria anormal del desastroso ciclón del 4 al 5 de septiembre de 1888», titularía Viñes su reporte del fenómeno, publicado como anexo a las Observaciones magnéticas y meteorológicas hechas en el Real Colegio de Belén ese mismo año.
Y aunque esta suerte de memoria descriptiva no arroja ningún vestigio de su desconsuelo, es presumible que –para calmarlo– el sacerdote se embebiera en la lectura bíblica desde el mismo momento en que interiorizó su error:
Vanidad de vanidades, todo es vanidad (...) ¿Qué provecho recibe el hombre de todo el trabajo con que se afana bajo el sol? Una generación va y otra generación viene, mas la tierra permanece para siempre. El sol sale y el sol se pone, a su lugar se apresura, y de allí vuelve a salir (...)
Sus ojos leían a Salomón, pero varias preguntas no dejaban de removerse en su conciencia: ¿Qué había causado esa trayectoria anormal del ciclón? ¿Por qué no había tomado la esperada «recurva»?
Y desde el texto bíblico parecían venir las respuestas, como probando el acero de su temple:
Soplando hacia el sur,
y girando hacia el norte,
girando y girando va el viento
y sobre sus giros el viento regresa...
El padre Viñes comprendió que, aun cuando intentara definir las leyes de la circulación y traslación ciclónicas, existirían siempre huracanes anómalos en su estructura y trayectoria.
Ya lo dice el versículo 5 en el Capítulo 11 del propio Eclesiastés:
No sabes cuál es
el camino del viento...
Por qué le cuesta tanto predecir a los meteórologos el tiempo con certidumbre?», se preguntaba hacia 1909 el matemático francés Henri Poincaré6 en un texto precursor del debate contemporáneo sobre determinismo y predecibilidad:
«Los meteórologos ven claramente que el equilibrio es inestable, que un ciclón se va a formar en un algún lugar, pero no están en condiciones de decir exactamente dónde; una décima de grado más o menos en un punto geográfico cualquiera y el ciclón estalla aquí y no allí, y extiende su furia por las comarcas que, de otro modo, hubieran quedado intactas».
O sea, el determinismo depende de la naturaleza, mientras que la predecibilidad –según Poincaré– depende del conocimiento humano, de los meteorólogos en este caso: «De haber conocido esa décima de grado, habrían podido saberlo con antelación, pero las observaciones no fueron ni lo bastante amplias ni lo bastante precisas, y por eso todo parece debido a la intervención del azar», advierte en Sciencie et Méthode.
¿Pero depende la predecibilidad sólo de la capacidad cognitiva del ser humano?
Sería precisamente un predictor climático, Edward N. Lorenz, 7 quien suscitara esa interrogante al despedir el chispazo que, entre dos largas noches –parafraseando a Poincaré–, lo es todo: el pensamiento.
Durante el invierno de 1961, con el objetivo de comprobar su modelo matemático de circulación atmosférica, Lorenz se afanaba en la resolución de un sistema de ecuaciones no lineales8 en computadora, cuando decidió tomarse una taza de té.
Paró el ordenador (un Royal McBee), no sin antes fijar precavidamente los datos obtenidos poco antes de la interrupción. Así, después de paladear la infusión, podría repetir una parte del cálculo a manera de prueba para, luego, continuar con seguridad y ahorro de papel.
Aunque simple, su simulación numérica se aproximaba a la realidad –o sea, era determinista y continua–, por lo que Lorenz se extrañó muchísimo al comprobar que los nuevos resultados divergían tremendamente de los anteriores.
Pensó, incluso, que la computadora se había averiado, hasta que cayó en la cuenta: había introducido 0,506 en lugar de 0,506127, redondeando este número con la convicción de que la diferencia (una milésima parte) no era importante.
Siendo fiel a su intuición matemática, Lorenz comprendió que había descubierto una nueva propiedad: la «sensibilidad a las condiciones iniciales», causante de que muchos fenómenos reales sean impredescibles por obra y gracia de Deus sive Natura.
Por ejemplo: la atmósfera. Bastaría una mínima perturbación para que, al cabo de cierto tiempo, su conducta se vuelva sumamente inestable... Eso sí, con arreglo a un orden intrínseco: el del caos determinista.
Este comportamiento se ha denominado «efecto mariposa», una expresión cuasi metafórica. Y, dada su complejidad, «pocos son los especialistas, por ejemplo, que confían en la posibilidad de que algún día se hagan previsiones meteorológicas a largo plazo. Esta conciencia de que la imprevisibilidad puede ir asociada al determinismo constituye, sin duda, una revolución conceptual a la que produjeron la física cuántica y la teoría de la relatividad».9
No importa que los ordenadores sean cada vez más rápidos y asequibles, que aumenten los datos proporcionados por barcos, boyas, radares y satélites, por los aviones dentro del mismísimo ciclón... siempre habrá un rango de incertidumbre en el pronóstico de su trayectoria, y más aun, en el de su intensidad. 10
Pero no por ello los meteorólogos desisten de perfeccionar sus modelos de predicción, aunque nunca se logre aprehender esa «condición inicial» que –imperceptible como el batir de alas de una mariposa– puede, no obstante, desencadenar un huracán en Las Antillas.
Todo era confusión, todo era caos. Sólo una cosa predominaba: el zumbido del huracán, ni ronco ni agudo, un eco especial, continuo, pronunciado, como el que forma el aire alrededor de la pieza que la máquina tornea, imponente por su grandeza y desconsolador por su constancia...11
Tal descripción de la Tormenta de San Francisco de Borja –que azotó La Habana durante casi 20 horas a partir de la noche del sábado 10 de octubre de 1846, pero sobre todo en la mañana del domingo– resulta más vívida si se acompaña con el análisis iconográfico del conocido grabado de Federico Mialhe.
Entendido como confusión y desorden –en su acepción teogónica relacionada con el misterio del origen del mundo–, el caos se nos revela en esa imagen con los barcos yéndose a pique en las aguas procelosas de la rada habanera.
Dada la perspectiva que domina la escena, sólo pudo ser visualizada desde la altura del Morro. Y para tomarla, ¿utilizó Mialhe el daguerrotipo como en otras ocasiones? Pudiera ser, pero sólo como referencia, pues con esa técnica no podía fijarse el movimiento de las olas. No obstante, de haber representado verazmente el oleaje, su testimonio gráfico hace pensar en que lo peor de la tormenta había pasado... o que el artista, devenido audaz reportero, se arriesgó durante algún instante de calma aparente, como cuando –a las 10 y 30 am de aquel domingo infausto– el ojo del huracán cubrió la ciudad.
La presión atmosférica cayó entonces al valor mínimo más bajo de todos los tiempos en tierra cubana, aún no superado: entre 687, 31 y 703, 82 (mm de la columna de mercurio), según diferentes reportes. 12
Al quedar registrado por las redacciones del Diario de La Habana y El Faro Industrial, así como por aficionados a la Meteorología, ese comportamiento barométrico convierte a la Tormenta de San Francisco de Borja en el referente más antiguo al evaluar objetivamente la intensidad de cuanto ciclón ha azotado La Habana en toda su historia.
Por los daños y la fuerza de sus vientos máximos sostenidos, cuya velocidad debió superar los 250 kilómetros por hora, los especialistas deducen que clasificaría como categoría 5 en la escala Saffir-Simpson, siendo uno de los pocos de tal magnitud que ha castigado Cuba. 13
También resulta elocuente el testimonio de la ruina del Teatro Principal. Se afirma que, a la arquitectura ya de por sí extraña de esa construcción –«cuyo conjunto le da bastante semejanza con un buque con la quilla al cielo»–14 se le encimó precisamente una embarcación que, lanzada por la tormenta, desvela no ya el sustrato caótico, sino hasta grotesco que acompaña a toda calamidad.
Espacio abierto a las riquezas y amenazas del mundo, evocación de refugio y fragilidad, la Bahía refiere a sí misma la magnitud de la tragedia dado su inmenso valor simbólico como microcosmos.
Así, ochenta años después, el meteorólogo jesuita Mariano Gutiérrez-Lanza focaliza el puerto habanero cuando sostiene –como prueba de predicción– su responso al capitán del vapor Toledo que, anclado allí, se disponía a soltar las amarras en la víspera del gran ciclón de 1926:
«Bien, capitán, le dijimos después de informarle de la situación: ¿piensa Ud. darse a la mar esta tarde? No, pienso mañana, fue su respuesta. ¡Ah!, mañana no saldrá Ud. –¿cómo es eso? –le digo a Ud. que mañana no saldrá de este puerto (...) lo que Ud. debe hacer es ir a bordo y mandar a encender los hornos para tener presión en las calderas y ayudar a las anclas a resistir la furia del huracán».15
El tono reprensor del sacerdote remite al antecedente legendario que, en 1876, había consagrado la popularidad de su maestro, el padre Viñes, cuando éste había alertado al patrón del vapor norteamericano Liberty sobre el peligro de zarpar ante la amenaza de un ciclón que atravesaría el Estrecho de la Florida. El navegante desoyó la advertencia, pero no así los pasajeros, quienes se salvaron del naufragio.
El capitán del Toledo sí obedeció, y «esto debieron hacer todos los buques de vapor fondeados en la bahía. ¡Cuántas desgracias se hubieran evitado!», 16 se lamentaba el padre Gutiérrez-Lanza, quien dirigía el Observatorio del Colegio de Belén desde que muriera Lorenzo Gangoiti, sucesor de Viñes.
Con criterio de autoridad, su discurso ante la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana combina la argumentación científica con el relato de lo acontecido el 19 y 20 de octubre de 1926:
«La Habana pasó el día y la noche del 19 como reo en capilla, viendo pasar las horas entre el temor y la inquietud, y esperando el momento fatídico de la llegada del verdugo. Flotaba en la atmósfera la sensación de que sobre la capital se cernían las alas negras de un siniestro, cuya magnitud era una interrogación».17
En pocas horas –sobre todo entre las 8 y 10 am del día 20–, el viento derribó prácticamente todo el arbolado de la ciudad, mientras la copiosidad de la lluvia y la crecida del mar inundaron el litoral, los barrios bajos y las llanuras de la cuenca del río Almendares.
Sin luz, sin agua, sin teléfonos, sin tranvía, sin trenes, sin caminos, sin telégrafos... la capital quedó totalmente incomunicada del resto de la Isla.
«La catástrofe en el puerto fue horrible. Gran número de los barcos resguardados en él garrearon de sus amarras y quedaron hechos juguete del huracán, chocando unos con otros, yéndose muchos a pique con gran pérdida de vidas, sobre todo de pequeñas embarcaciones».18
Además de unas 600 víctimas fatales, 19 ese meteoro –al decir de Alejo Carpentier– dejó «una serie de fantasías tremebundas como marcas de su paso: una casa de campo trasladada, intacta, a varios kilómetros de sus cimientos: goletas sacadas del agua, y dejadas en la esquina de una calle: estatuas de granito, decapitadas de un tajo; coches mortuorios, paseados por el viento a lo largo de plazas y avenidas, como guiados por cocheros fantasmas. Y, para colmo, un riel arrancado de una carrilera, levantado en peso, y lanzado sobre el tronco de una palma real con tal violencia, que quedó encajado en la madera, como los brazos de una cruz».20 Inspirado en aquellas circunstancias extremas, compuso Sindo Garay su canción El huracán y la palma, cuya letra –acompañada de tristes acordes– es una alegoría de la resistencia a las adversidades, simbolizada en la palma «erguida y valiente» que, «doblada hacia el suelo, besando la tierra, vadeó el huracán».
Pero esa capacidad probada del cubano para recuperarse de los infortunios, contrastaba con el desinterés de las autoridades gubernamentales por mejorar el servicio meteorológico, lo cual denuncia Emilio Roig de Leuchsenring en un artículo publicado en el semanario Carteles.21
Bajo el seudónimo de El Curioso Parlanchín, en la sección «Habladurías», el reconocido escritor costumbrista relata su encuentro con José C. Millás, director del Observatorio Nacional desde 1921.
Situada en las alturas de Casablanca, esa institución «triste es confesarlo, se encuentra en el mismo estado de desastroso abandono oficial en que se hallan casi todos nuestros centros culturales: Universidad, bibliotecas, museos, laboratorios», afirma el cronista tras constatar que el ciclón ha destrozado muchos de sus instrumentos: «anemómetros, pluviómetros, veletas; la caseta con los termómetros, evaporómetros, psicómetros, higrógrafos y termógrafos».
El artículo finaliza emplazando a las autoridades («Señores padres de la patria; Señor Presidente de la República») con el objetivo de que se apruebe urgentemente una ley concediendo un crédito de 50 mil pesos, suma que Millás considera suficiente para –según palabras de Roig– «colocar al Observatorio en condiciones no sólo eficientes, sino dignas de Cuba, que fuera además de útil, prestigio y gloria para nuestra patria».
Pero no sería hasta 1942 que esa institución fuera realmente recompensada por su importante labor, a partir de una coyuntura histórica que revolucionó a la propia Meteorología: la Segunda Guerra Mundial.
Subordinado desde ese año a la Marina de Guerra, el Observatorio Nacional resultó beneficiado por el interés de Estados Unidos en el funcionamiento eficiente del Servicio Meteorológico Cubano. Y es que, entre otros factores, «el estado del tiempo imperante en los alrededores de Cuba constituía un factor decisivo para las operaciones de la Armada, enfrascada sobre todo en la búsqueda y hundimiento de submarinos alemanes».22
De modo que, cuando el 18 de octubre de 1944, irrumpió el ciclón más grande que azotó La Habana en todo el siglo XX y hasta la fecha, Millás pudo afirmar categóricamente que superaba al de 1926 pues su Observatorio contaba ya con modernos anemógrafos, además de estrenar la técnica del radiometeorógrafo o radiosonda.
Aquel huracán sin nombre bramó con vientos que llegaron a alcanzar 162 millas por hora (más de 260 km/h), según ese meteorólogo, además de que los mantuvo por encima de 90 durante las largas horas de su paso lento y arrollador.
Por la costa sur –playa Cajío y Guanímar–, el mar penetró 10 kilómetros tierra adentro hasta alcanzar cinco metros de altura en algunos puntos. El balance fatal: cerca de 300 muertos.
Ocurridos todos en octubre, los huracanes de 1846, 1926 y 1944 crearon situaciones límites y, como tales, quedaron en la memoria colectiva de los habaneros de sucesivas generaciones. A su vez, el recuerdo de aquellos momentos difíciles hace perseverar en la idea de que –por encima de los infortunios– esta ciudad pervivirá gracias a su vocación de futuro.
El Historiador de la Ciudad oteó el horizonte y repitió para sus adentros: «El huracán y yo solos estamos. El huracán y yo solos estamos...».
Era apenas un versículo del poema «En una tempestad», de José María Heredia, pero resumía la sensación que le provocaba el advenimiento –cada vez más prematuro– de la temporada ciclónica.
Apenas tenía dos años de edad cuando pasó el huracán de 1944, mas creía recordarlo. ¿O será que la mente aplica retroactivamente las experiencias acumuladas hasta inventar los recuerdos de antaño?
Por ejemplo, el cúmulo de acciones que han de repetirse para enfrentar cada una de esas contingencias: «el toque de martillos en las puertas, la recogida de agua potable, las sardinas en aceite con su pan, la luz brillante y las velas, y todo lo que el ciclón propone en esos días que se hacen noches. Bonanzas que se convierten en vientos, tormentas, y en terribles rumores de nubes y cosas que vuelan».23
«Huracán, huracán...», voceaba la réplica de la Giraldilla, cuyo original cayó desde lo alto del Castillo de la Fuerza a merced del ciclón de 1926 y hoy se conserva en el Museo de la Ciudad.
«Huracán, huracán...», la nueva Santa Elena que, en la cima del campanario del convento de San Francisco de Asís, rememora a la que perdió cabeza y cruz en 1944.
«Huracán, huracán...», el Mercurio de bronce que, luego de volar en octubre de 1999 por causa de Irene, volvió a su trono en la Lonja del Comercio, dotado de un soporte giratorio que le permite burlarse del azote eólico.
«Huracán, huracán, venir te siento...», parecía citar al poeta Heredia la antigua ciudad intramuros con cada uno de sus símbolos, mientras Eusebio Leal Spengler nos reunía para instruirnos ante la amenaza de Wilma, como un año antes lo había hecho con Charlie y, después, Iván.
«El próximo lunes podríamos estar ante una emergencia nacional, y quizás debamos comenzarlo todo»,24 nos alertó la mañana del 11 de septiembre de 2004, cuando parecía inevitable que La Habana sucumbiera al último de esos meteoros.
A su voz, cerraron herméticamente los museos y, al unísono, se habilitaron albergues para los habitantes más necesitados. Los pescadores retiraron sus botes de la dársena y, como si fuera un ritual, la estatua de Neptuno fue trasladada del Malecón para ponerla a resguardo en el interior del Palacio de Lombillo. En la Plaza de San Francisco, un bosque de puntales dio apoyo a las balconaduras de los antiguos palacios y casas solariegas. Ya se escuchaba el ulular del viento...
En vilo, el Historiador de la Ciudad esperó el desenlace, como tantas veces había hecho desde que en 1967 iniciara la gesta rehabilitadora del Centro Histórico. Pero a diferencia de Heredia, no estaba solo.
Cada vez que aparece un huracán, sus colaboradores invocamos al padre Viñes y rogamos porque el camino del viento sea desviado... gracias al aletear de una simple mariposa.
1En 2004, con un mes de diferencia, la región occidental de Cuba fue afectada por los huracanes Charlie e Iván.
2En 2005, el huracán Wilma provocó severas inundaciones en el litoral habanero.
3Luis E. Ramos Guadalupe: Benet Viñes, Fill il-lustre de Poboleda i figura de la predicció de ciclons a Cuba (Ajuntament de Poboleda, 2003). Para ahondar en la vida y obra del científico catalán resulta imprescindible consultar este libro. Agradezco a su autor la ayuda generosa para la confección de este trabajo.
4Un ejemplar de ciclononephoscopo se conserva en el Museo Nacional de Historia de las Ciencias Carlos J. Finlay.
5El anuncio fue publicado en el diario La Voz de Cuba.
6Dedicado al estudio cualitativo de las ecuaciones diferenciales, Henri Poncaré (Nancy, 1854-París, 1912) ha sido revalorizado como el fundador del marco teórico de las actuales investigaciones sobre los sistemas dinámicos y el caos determinista.
7Matemático de profesión, Edward Norton Lorenz (West Haven, Connecticut, 1917) sirvió como predictor del tiempo para las Fuezas Aéreas Estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Al término de la misma, se dedicó a la meteorología en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, donde aún labora.
8Aplicando una serie de transformaciones de Fourier, Lorenz redujo a un sistema de tres ecuaciones diferenciales la ecuación de Navier-Stokes (prevista para los fluidos viscosos incomprensibles) y la ecuación térmica.
9Jean-Pierre Eckmann y Maurice Mashaal: «La Física del Desorden», en Mundo Científico, No. 115, Vol. 11, p.728. No obstante, en la actualidad se emplean métodos estadísticos para analizar los fenómenos caóticos. Aparecen múltiples objetos de estudio como los atractores extraños, exponentes de Liapunov...
10Al intervenir en la Primera Conferencia Mundial de Meteorología en los Medios de Comunicación (Barcelona, 2004), el Dr. José Rubiera, director del Centro de Pronósticos del Instituto de Meteorología de Cuba, insistió en la necesidad de trasmitir la incertidumbre en los pronósticos porque «aunque se ha avanzado mucho en la precisión de los pronósticos de trayectoria de los ciclones tropicales, las predicciones sobre intensidad siguen siendo aún hoy muy poco certeras».
11Memorias de la Sociedad Económica de La Habana. Segunda serie, 1846, t. 1, pp. 367-368.
12 Jorge Macle Cruz: «La Tormenta de San Francisco de Borja», en Boletín del Archivo Nacional, No. 12, 2000, p. 91. Estas cifras equivalen a 916 y 938,19 hpa.
13La escala Saffir-Simpson clasifica un huracán como categoría 5 mientras tenga una presión inferior a 920 hpa y vientos máximos sostenidos superiores a 250 km/h. También se tiene en cuenta la magnitud de los daños ocasionados.
14Antonio Bachiller: «Teatro Principal», en Paseo Pintoresco por la Isla de Cuba, La Habana, 1841-1842.
15, 16, 17, 18Memorias de los trabajos realizados por la Comisión de Subsistencias creada con motivo del huracán de 1926. La Habana, Imprenta y Papelería Rambla, Bouza y Cía, 1928.
19A nivel del país sólo fue superado por el del 9 de noviembre de 1932 –que provocó unas 3 000 muertes al penetrar el mar (surgencia) en el poblado de Santa Cruz del Sur, en Camagüey–, y el lento y enrevesado ciclón Flora, con unos 1000 fallecidos, por causa de los desbordamientos e inundaciones en la entonces provincia de Oriente entre el 4 y 8 de octubre de 1963.
20Alejo Carpentier: «Presencia de la naturaleza», tomado del libro en preparación Letra y Solfa: poética. Selección de crónicas de Alejo Carpentier, Letras Cubanas. Disponible en: http://www.lajiribilla.cu/2001/n27_noviembre/785_27.html.
21Emilio Roig de Leuchsenring: «Lo que es o lo que debería ser nuestro Observatorio Nacional», en Carteles, No. 47, 21 de noviembre de 1926.
22Luis E. Ramos Guadalupe: Instituto de Meteorología. Expresión de una ciencia en Revolución .Editorial Academia, La Habana, 2005.
23Magda Resik: «Rumores de nubes y cosas que vuelan». Entrevista a Eusebio Leal Spengler. Disponible en: http://www.lajiribilla.cu/2001/n27_noviembre/794_27.html.
24Eusebio Leal Spengler: Palabras introductorias al segundo tomo del libro Para no olvidar, Ediciones Boloña, La Habana 2005.