por: Argel Calcines Pedreira
Editor general-fundador de la revista Opus Habana
En realidad, al principio, eran muy pocos: Juan de Rojas, Francisco Montero, Pedro Barba, Pedro de Villarroel, Juan Sedeño... Pero él descollaba entre todos, no ya porque vistiera solamente de gris, sino por su enorme elocuencia y finura de espíritu. Repetía con su voz gravísima de particular retumbo:
—Es una ceiba frondosa y corpulenta. Resistirá mucho tiempo por ser la más joven. Además, cobija algo en su interior que todavía no sabemos...
Así fue logrando convencer a los primeros habaneros de que eligieran aquel árbol de justicia para la primera misa y cabildo condignos, cuando llegaban en grupos desde el sur, huyéndole a las hormigas; avanzando río arriba en busca de agua potable...
—Mejor ir todavía más allá, hacia el Este, adentrándonos en la bahía. Allí estaremos a resguardo del enemigo...
Porque no solamente razonaba como un estratega militar, sino que tenía el coraje y la resiliencia de un domador de caballos. Era tremenda su capacidad para dejar atrás el dolor emocional y mirar hacia el futuro. Su encanto como mártir de las lealtades se asemeja —por eso— al destino de Héctor en La Ilíada. También mereció esa kleos que se gana legítimamente el guerrero tanto para sí mismo como para su padre. Una fama que le otorgó el pueblo por su defensa de la ciudad. La Habana era su Troya.
Cuando a principios del siglo XVII se fundó la hermandad para organizar la procesión con la figura del santo patrono en andas, cada 25 de julio, antes de oficiarse misa en la Parroquial Mayor, también esa fue una idea suya como cofrade de penitencia. A los datos encontrados en las actas capitulares sobre aquellas procesiones en total silencio para conmemorar la refundación de la ciudad, él añadía el conocimiento de por qué habían sido trasladadas para el 16 de noviembre; o sea: por qué precisamente esta fecha. No es —por tanto— una casualidad que percibiera todo objeto arqueológico por su doble signo: codificación tanto del recuerdo como del olvido. Habiendo participado en los orígenes de la ciudad, desde sus más suntosos palacios hasta sus más humildes viviendas, poseía el rarísimo don de convencer a arquitectos, arqueólogos e inversionistas. Frente a quienes suponían que la ciudad antigua se encuentra solamente bajo la cota cero, les hablaba de Arquitectura:
—¿Acaso no conserva un edificio las múltiples huellas que inevitablemente va dejando el paso del tiempo?
Y a los inversionistas que consideran el conocimiento arqueológico como un entretenimiento intelectual que eleva los presupuestos y ralentiza las obras, les daba una lección magistral de Arqueología:
—¿Acaso puede identificarse la patología de un edificio sin conocer cuál ha sido su vida desde los cimientos?
Su fuerza de convencimiento era la aplicación de la Historia como metadisciplina para decir qué se olvida y qué se recuerda de una ciudad como si fuera un documento escrito. Si pierdes una palabra importante del texto, podrías dejar de entender totalmente su sentido.
Tendríamos que seguir sus pasos alegóricos para percibir la pasión que profesaba a la música sacra con la misma ternura de un niño cantor, seise o voz blanca. Ayudó a rescatar las obras de todos los maestros de capilla de la Catedral, uno por uno: Esteban Salas, Cayetano Pagueras y Juan París, devolviendo a los templos desamortizados una nueva sacralidad que, desprovista de fin latréutico, reponía un culto de lo estéticamente bello. Y para lograrlo, también fue un mecenas renacentista. Pedía a un joven pintor o pintora, aún desconocidos, que le regalara un pincel de recuerdo. Y si lo recibía, después los apoyaba como si fuera Lorenzo de Médici y los jóvenes de marras: prospectos de Brunelleschi o Miguel Ángel. Ayudó a tantos artistas que el Centro Histórico cobró un cierto aire florentino.
—Aunque sin el veneno—, aclaró una vez en público.
Esa preferencia suya por la pintura se explica si se presta mucha atención al óleo La inauguración de El Templete. En su esquina inferior derecha, junto a Juan Bautista Vermay, allí también él aparece entre los demás pintores académicos. Bajo su guía maestra, el acierto de los restauradores radicó en no quitarle el aura a ese y los otros dos lienzos magníficos, sino reforzársela con el empleo de la cera para el reentelado (en vez de una resina sintética), el extremo cuidado de la limpieza y el retoque preciso para destacar los colores de los guacamayos entre el ramaje de la gran ceiba. Que al agitar el incensario sobre el libro sagrado, la función eucarística del aroma purificador que desprende el humo, pudiera sentirse como cuando él auxilió en su ministerio al obispo Espada y Fernández de Landa durante su última misa. A espaldas del acólito que sostiene la mitra, grandes cirios todavía titilan, compitiendo en altura con las columnas del monumento. Por eso, cuanzo azotaba un ciclón, ordenaba inmediatamente que se tapiaran las puertas de ese templo neoclásico para que no pudieran penetrar el agua y la ventisca, como tantas veces había sucedido a lo largo de los siglos.
Arqueología, arquitectura, música, pintura, literatura... Su noción de lo maravilloso era la kalokagathía, esa categoría ético-estética que los griegos acuñaron al unir dos conceptos: «bello» (kalón) y «bueno» (agathón). Si La Habana es una ciudad maravilla, no solo es por la belleza de sus edificios, sino por la bondad de su gente. Porque no habría belleza sin bondad, ni bondad sin belleza. En eso coincidía con el Padre Félix Varela y José Martí cuando reflexionaron sobre la relación entre Arte y Naturaleza. Habaneros ambos, inmersos en la misma pila bautismal, ellos eran sus grandes referentes como patriotas cosmopolitas. También él sabía que el patriotismo no puede solamente proclamarse, sino hay que educarlo con esmero: educar el amor a la tierra natal; educar el apego a cada rincón como morada espiritual, y, solamente con tus propios pies y manos, tratar de empinarte hacia lo universal trascendente. En realidad era un gran ilustrado y, a la misma vez, un gran romántico: Habaneros, proteged la Humanidad, ilustrad la Patria.
—Perdónenme que haya tenido que estar un poco sentado, porque estoy un poco fatigado; pero la fatiga no es el resultado de lo que no ha podido vencerme, ni derrotarme, es que vengo caminando hace mucho tiempo, hace muchas décadas, hace muchos siglos...
Así dijo cuando dejó inaugurado el castillo de Santo Domingo de Atarés que, al igual que la fortaleza de San Carlos de La Cabaña, ayudó a levantar para que su ciudad no volviera nunca más a ser ocupada desprevenidamente por los ingleses. Faltaban apenas unas horas para aquel encuentro que tanto había esperado. Entonces desapareció como un misterio. Solamente sus colaboradores más allegados sabían adonde había ido las vísperas del 16 de noviembre.
Partió al reencuentro con Juan de Rojas y aquellos habaneros primigenios. Quería contarles que la ceiba había dejado de ser un árbol de castigo, para convertirse en un gran símbolo de todos los cubanos, donde quiera que hubiesen nacido y donde quiera que viviesen. Síntesis de tradición y naturaleza, panteón de todas las religiones posibles... Por eso, aquel sonido de alas batidas, como de pájaros o de mariposas, que él había escuchado en el interior de su tronco.
Llovía las vísperas del 500 aniversario de la ciudad cuando, en su nombre, pedimos los tres deseos a la incertidumbre.
Que cuando muera la ceiba, él siempre esté ahí para plantar una, dos, tres... hasta que por fin sus ramas retoñen.
Eterno Historiador de La Habana. Siempre vestido de gris, engalanado para regresar en el tiempo.
Argel Calcines Pedreira
Editor general-fundador de la revista Opus Habana
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Comentarios
Digna de quien lucho por preservar la Historia de la Habana Vieja y sus Iglesias Catolicas. Un Católico de Altura
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