Más allá de su relación con el poder colonial y el destino de los hombres que la habitaron, esta edificación simboliza hoy el deseo raigal de salvaguardar el patrimonio histórico de La Habana Vieja.
Considerado unánimemente como el máximo exponente de la arquitectura cubana del siglo XVIII, esta edificación seduce por su barroquismo contenido, de una sobriedad lineal rayana en la contención neoclásica.
A cualquier hora del día o de la noche, entrar aquí constituye una sorpresa, aunque es recomendable hacerlo al atardecer, cuando la penumbra y el frescor de su patio lo hacen más acogedor e íntimo. Entonces, como por arte de una magia imperceptible, se pierde la noción del tiempo y nos sentimos impelidos a disfrutar de este majestuoso edificio, otrora Palacio de los Capitanes Generales, y hoy, Museo de la Ciudad.
Enclavado en la Plaza de Armas, corazón de la ciudad intramural, este inmueble estuvo durante más de un siglo en el centro de la vida política y militar del país, además de serlo –durante un período– de la vida comercial. Desde 1790 hasta 1959, extendieron aquí su mandato sesenta y cinco capitanes generales, cuatro interventores norteamericanos, tres presidentes de la República y ciento setenta alcaldes de La Habana. Posteriormente, tras el triunfo de la Revolución y hasta 1967, radicaron en él diversas autoridades del gobierno a nivel metropolitano.
Tal profusión de cargos corresponde a las funciones que básicamente cumplió la edificación como sede del poder a nivel del país y de la ciudad, en este último caso como Ayuntamiento o Casa del Cabildo. Consecuentemente, a lo largo de su historia sufrió numerosas restauraciones y remodelaciones que alteraron sus fachadas y recintos interiores.
Desde el momento mismo de su construcción, el Palacio cobró un especial significado para el poder español, que tras la ocupación de La Habana por los ingleses (1762), dio un vuelco a su política hacia Cuba, concediéndole mayor relevancia a partir de entonces.
A las autoridades peninsulares y los pobladores autóctonos, la presencia inglesa mostró los beneficios del libre comercio y la ventajosa posición geográfica de la Isla, por lo que –luego de recuperar el poder sobre esa colonia– la Corona española designó a funcionarios de mayor jerarquía y experiencia para dirigirla.
En lo adelante se produce un auge de las construcciones civiles en La Habana, que incluye la edificación del Palacio de los Capitanes Generales según el plan de obras públicas del gobernador y capitán general de la Isla desde 1771 a 1776, Felipe Fondesviela, marqués de la Torre.
Aunque orientadas por lineamientos generales emanados de la Metrópoli, las obras de ese período fueron ejecutadas por ingenieros militares de diverso origen y elevada calificación profesional, quienes ofrecieron soluciones a partir de las condiciones existentes en la ciudad, sin seguir ideas preconcebidas en las Cortes o en la Academia.
Así, a pesar de ser un símbolo del poder colonial, el Palacio de los Capitanes Generales se erigió con evidentes rasgos de expresión criolla, en consonancia con el origen y los referentes arquitectónicos de quien fue, todo hace indicar, el ingeniero a cargo del proyecto: el habanero Antonio Fernández de Trevejos y Zaldívar.
Considerado unánimemente como el máximo exponente de la arquitectura cubana del siglo XVIII, seduce por su barroquismo contenido, de una sobriedad lineal rayana en la contención neoclásica.
LA CONSTRUCCIÓN
Los primeros trabajos se iniciaron en 1776, tres años después que —en sesión extraordinaria del Ayuntamiento— el Marqués de la Torre ordenara levantar la Casa del Cabildo y la Cárcel en la parte occidental de la Real Plaza de Armas, «sobre el suelo que ocupa la iglesia Parroquial Mayor que ha de demolerse». En aquel momento, el propio De la Torre pidió que se añadiera una vivienda para los gobernadores. Por orden suya, como modelo para el Palacio de los Capitanes Generales se tomaría a la vecina Real Casa de Correos (Palacio del Segundo Cabo), también en ciernes, con el objetivo de lograr coherencia en las fachadas de ambas edificaciones hacia la Plaza de Armas.
Tal y como era costumbre en las grandes obras de esa época, la construcción del inmueble tomó bastante tiempo a causa de numerosas irregularidades. Aunque se trabajaba activamente a pie de obra, en 1780 laboraban allí no más de diez esclavos, comprados para este fin, y algunos reclusos empleados como operarios.
En 1782 se terminaron de construir las tres primeras piezas, que el Cabildo acordó arrendar para recaudar fondos. En septiembre de ese mismo año se paralizaron las labores constructivas, pero como existía gran interés en acabar la Cárcel, el regidor don Gabriel Peñalver y Calvo ofreció dinero de su peculio para concluirla, y ya en diciembre se trasladaron los presos hacia el nuevo local.
Terminada la prisión, volvió a detenerse el proyecto, y no fue hasta 1785 cuando nuevamente se puso en ejecución con parte del dinero concedido por el Rey para obras públicas.
En julio de 1790, el entonces capitán general don Luis de las Casas se instala en el entresuelo del Palacio, aún sin terminar, y los Capitulares ocupan una sala provisional en ese mismo piso. Finalmente, el 23 de diciembre de 1791, se le dio solemne bendición a la Sala Capitular y fue inaugurada gran parte del edificio.
PRIMERA RESTAURACIÓN
Sin embargo, arquitectos de renombre como Joaquín Weiss y Evelio Govantes coinciden en que el Palacio no puede considerarse terminado hasta la restauración que en 1834, gobernando el capitán general Miguel de Tacón, le hiciera el ingeniero Manuel Pastor. Como resultado de la misma, sus fachadas alcanzaron unidad estructural y estilística.
Una vez trasladados los presos hacia el Castillo del Príncipe (en tanto se preparaba un nuevo reclusorio en la entonces avenida Isabel II, hoy Paseo del Prado), comenzaron las grandes reparaciones para reconstruir el Palacio e integrarle los recintos antes ocupados por la Cárcel. Así, se unificó al resto del edificio la desagradable fachada de la calle de los Mercaderes que, cubierta de pequeñas ventanas enrejadas, denotaba su carácter de presidio. También se remodelaron los espacios interiores, pues se erigió el claustro de la planta alta. En los planos, Pastor dejó expresado el deseo de terminar también la galería de la planta baja, pero ello no se cumpliría hasta muchos años después.
Por mandato de Tacón, en la entrada principal fue colocado el grandilocuente pórtico de mármol con el escudo español en su parte superior. Obra de los escultores italianos Gaggini y Tagliafichi, esta pieza suscitaría —en tiempos de la República— la inconformidad de algunos intelectuales, que consideraban anacrónico su escudo, ya para entonces copia del original allí instalado, destruido accidentalmente en 1906.
No era el coronel Manuel Pastor únicamente un ingeniero militar. Cercano a la figura de Tacón, tuvo implicaciones en la gestión edilicia, obteniendo dividendos —entre otros negocios— de la actividad inmobiliaria, incluido el alquiler de locales en el propio Palacio. Al igual que el resto de la planta baja y entresuelos, Pastor dividió el local de la antigua Cárcel en multitud de piezas que, conocidas como accesorias, arrendaba a particulares. Mediante contrato con el Ayuntamiento hasta enero de 1858, el ingeniero disfrutó por más de veinte años del usufructo de tales alquileres.
A finales de la década de los 40, en los bajos de la fachada de Obispo llegaron a convivir el expendio de agua de soda del señor Crespo y la sastrería de Bastián. A continuación, pero por la calle Mercaderes, se sucedían la fonda de Muñoz; las sastrerías de Garrido, de Cuesta y de la Hoz; el Colegio de Procuradores, y la Escribanía de Gobierno e Hipotecas.
Por la cara que mira a O’Reilly, se ubicaban fundamentalmente escribanías (las de Entralgo, Fornari, Regueira y Lorenzo Allo), al igual que por frente a la Plaza de Armas, donde existía también una tabaquería.
Si nos retrotraemos a esa época, podemos imaginarnos el ambiente pintoresco que rodeaba al Palacio, mucho más alegre que cuando mostraba las distantes, pequeñas y tristes ventanas del penal. Tras desaparecer este último, el inmueble se convirtió en un lugar concurrido pues, además de su excelente ubicación, brindaba el atractivo de poder observar los paseos del Capitán General y la «Generala», por ejemplo, o la elegante vestimenta de los Capitulares, entre quienes habían negreros ennoblecidos, hacendados, comerciantes y demás personas de relevancia social o cultural.
Es obvio que para mantener accesorias en tan céntrica edificación, sus usufructuarios debían pagar altos alquileres. Mientras los señores asistían al escribano para trámites comerciales y litigios de todo tipo, a su vez podían disfrutar del agua de soda de Crespo, almorzar en la fonda de Muñoz y cortarse un traje a la medida en cualquiera de los talleres de sastrería.
Pero esta amalgama pintoresca de servicios no se mantuvo por mucho tiempo. La organización y ampliación del aparato estatal requirió mayor capacidad y, con este fin, el Gobernador de la Isla solicitó las accesorias alquiladas. Entonces se produjo una larga batalla entre la Capitanía General y el Ayuntamiento por ganar espacios dentro del inmueble.
En la figura del Capitán General, la Metrópoli trataba de establecer una fuerte centralización del poder, mientras los ricos hacendados criollos —representados en y por el Ayuntamiento— pugnaban por obtener mayores ventajas. Alrededor del Palacio, ambas instancias entraron en un litigio que vino a resolverse muy tardíamente, en 1894, en favor del Ayuntamiento. Durante años, este último había exigido al Gobierno los pagos por concepto de alquiler de dichos locales.
PERSONALIDADES Y ACONTECIMIENTOS
En el Palacio se recibían a personalidades de las más variadas esferas de la vida política, social y cultural. Tal fue el caso —en el año 1800— de Alejandro de Humboldt, catalogado más tarde como «segundo descubridor de Cuba» por sus aportes al conocimiento de la naturaleza, geografía y sociedad cubanas. Al llegar a estas tierras, el sabio alemán fue recibido con solemnidad y esplendidez en los salones palaciegos por el capitán general don Salvador del Muro y Salazar, marqués de Someruelos.
Como sede de las máximas autoridades de la Isla, el Palacio reunía frecuentemente a los miembros más representativos de la alta sociedad habanera. Se celebraban aquí efemérides «nacionales» (entiéndase, españolas) y santos como el de Santiago Apóstol y, por supuesto, el de San Cristóbal, patrono de la Villa. También se conmemoraba el deceso de los monarcas, y se festejaba la onomástica de la familia real.
Con el advenimiento de cada Capitán General, se ofrecían recepciones en las que éstos —en representación del Rey— concedían el «besamano» a los notables invitados: caballeros de órdenes como la Isabel la Católica, Grandes Cruces, comendadores, cónsules, nobleza, clero...
Estas reuniones podían ser más o menos solemnes, festivas o luctuosas, siendo las de mayor relieve las dedicadas a las personalidades reales y, sobre todo, al monarca reinante. Así ocurrió con la visita, en 1861, del príncipe Alfredo de Inglaterra y, once años después, con la del príncipe Alejo Romanov de Rusia.
Pero la presencia más significativa fue, sin dudas, la de la infanta Eulalia de Borbón en 1893. Único personaje de la familia real española que visitara la Isla durante los tres siglos de dominación peninsular, la joven vivió durante varios días en el Palacio, pernoctando en habitaciones reservadas habitualmente a los gobernadores.
Seis años después, el complejo acontecer político que por entonces viviera el país, puso a esta edificación en el centro de una serie de acontecimientos medulares en la historia de Cuba. Aquí fueron velados los restos de los tripulantes del crucero «U.S Maine», cuya explosión fue el pretexto para desencadenar la intervención de Estados Unidos en la guerra que sostenían los independentistas cubanos contra España. Meses después, por mandato de la Conferencia de París (1898), se produce la cesión del poder español sobre la Isla a las autoridades interventoras norteamericanas.
El primero de enero de 1899, para realizar oficialmente ese traspaso, se reunieron en el Salón de los Espejos las autoridades norteamericanas, al mando del general ¬Brooke; el general de brigada Adolfo Jiménez Castellanos, por la parte española, y un grupo de generales cubanos, entre los que se encontraban José Miguel Gómez, Mario G. Menocal y José Lacret.
Al mediodía, cuando sonaron las campanadas del reloj colocado en la fachada frontal del hasta ese instante Palacio de los Capitanes Generales, en la azotea del mismo se arrió la bandera española y se izó la norteamericana, para dar inicio a la primera intervención de Estados Unidos en Cuba.
Durante tres años, el inmueble serviría de Estado Mayor de las tropas interventoras, hasta que el 20 de mayo de 1902, en el propio Salón de los Espejos, fue proclamado el nacimiento de la República de Cuba. Entonces, en su azotea fue izada la bandera cubana por el General en Jefe del Ejército Libertador, Máximo Gómez, minutos después que el general norteamericano Leonard Wood arriara la de su país.
Asimismo, el Palacio estuvo vinculado a otros hechos no menos importantes. El 9 de febrero de 1899, se expusieron en la Sala Consistorial los restos del mayor general Calixto García, llegados a La Habana ese día desde los Estados Unidos de América, donde falleciera. Dos semanas después del luctuoso acontecimiento, entraba en la capital el Generalísimo Máximo Gómez, quien fue recibido oficialmente en el Ayuntamiento. Años más tarde, en el propio Palacio, serían velados sus restos, el 17 de junio de 1905.
GOVANTES Y CABARROCAS
Con el inicio de la etapa republicana, el Palacio de los Capitanes Generales se convirtió en sede del Gobierno y Ayuntamiento, hasta que en 1920 albergara sólo a este último, al trasladarse la sede gubernamental para el Palacio Presidencial, sito en Refugio 1 (hoy, Museo de la Revolución).
Desde entonces, atiborrado de oficinas y dependencias metropolitanas, se mantuvo en pésimo estado de conservación hasta que, en 1930, los arquitectos Evelio Govantes y Félix Cabarrocas —con el asesoramiento de don José Manuel Ximénez— emprendieron una nueva remodelación, sólo comparable en su magnitud con la efectuada por Manuel Pastor casi un siglo antes.
Dos soluciones básicas hicieron trascender esta última restauración: la terminación del claustro superior proyectado por Pastor, que completaba finalmente el sistema de galerías del patio interior, y la eliminación del repello que desde un inicio había cubierto la fachada del edificio ocultando la piedra conchífera local.
En esa ocasión también se efectuaron reparaciones en el interior del Palacio: muros, techos, pisos, carpintería, escaleras, instalaciones eléctricas... Fue restaurado, además, el monumento a Colón que, desde 1862, se levanta en el centro del patio.
EL LEGADO DE ROIG
En 1941, Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964) funda el Museo de la Ciudad de La Habana, que se instala primeramente en algunos salones de la planta baja y, luego, en el entresuelo del Palacio de los Capitanes Generales, para ese entonces sede del gobierno municipal y provincial. Pese a los empeños de Roig para que dichas autoridades cedieran totalmente el edificio a la institución museística, ésta terminó siendo trasladada para la residencia de la familia Lombillo, en el entorno de la Plaza de la Catedral.
La obra de Roig —Historiador de la Ciudad de la Habana desde 1935 hasta su deceso— rebasó los límites del Palacio hasta convertir su persona en una verdadera institución política de raigambre antimperialista, defensora de la soberanía cubana a través de exposiciones, conferencias y de los congresos nacionales de historia que él mismo organizó. Al frente de la Oficina del Historiador, que fundó en 1938, no cejó en preservar las tradiciones habaneras, impidiendo la demolición de monumentos y lugares históricos amenazados por los intereses de las compañías constructoras y el olvido oficial.
Aunque se graduó como abogado en 1917, no fue con esta profesión que alcanzó fama y popularidad, sino con el oficio de crítico literario y narrador costumbrista, además de por sus alegatos antimperialistas. Exaltando las tradiciones populares, con fina ironía y talento, Roig captó lo curioso y emblemático de temas, personajes, situaciones... en las páginas de las más importantes revistas de su tiempo: El Fígaro, Gráfico y Social (de esta última fue jefe de redacción durante su primera etapa).
Con su nombre sonoro o con simpáticos seudónimos (Cristóbal de La Habana, El Curioso Parlanchín, U. Noquelovió, U. Noquelosabe), hizo del costumbrismo, en todo lo que supone de rescate de lo cubano, una de las facetas brillantes de su personalidad.
Al fundar el Museo de la Ciudad en 1941, Roig lo convirtió en un centro de interés y visita obligada de todo el que quisiera conocer la historia del país y de La Habana, a la cual dedicó gran parte de sus obras, sin que resulte exagerado decir que mucho de lo que se sabe hoy sobre esta ciudad, se debe a su arduo trabajo de investigación y recopilación.
Su legado halló continuidad tras el triunfo de la Revolución (1959) cuando, el 11 de diciembre de 1967, la Administración Metropolitana de la Ciudad de la Habana acordó en sesión solemne cambiar de ubicación y convertir el antiguo Palacio en Museo de la Ciudad y sede de la Oficina del Historiador.
NUEVA ETAPA
Se inician casi inmediatamente labores de restauración que, dirigidas por Eusebio Leal Spengler, discípulo de Roig, cuentan con el apoyo de diversas entidades científicas y organismos del Estado. Ello permitió inaugurar las primeras salas del hoy Museo de la Ciudad con ocasión de conmemorarse el centenario de la proclamación de la independencia de Cuba por Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868.
Para rescatar el inmueble se acudió a planos originales del año 1860 ya que, luego de años de búsqueda en archivos cubanos y españoles, nunca fue encontrado el proyecto remitido al Rey por el capitán general Felipe de Fondesviela, marqués de la Torre.
Otras fuentes documentales fueron los grabados, periódicos y fotografías de las distintas etapas históricas del edificio. Influyó de manera determinante la donación, por parte del pueblo y otras instituciones, de obras de arte y objetos históricos que pertenecieron al Cabildo o a los Capitanes Generales.
La nueva restauración salvó —o restituyó— el sentido original de las escaleras, las divisiones primitivas de los espacios, el noventa por ciento de la carpintería, y cientos de metros cuadrados de pavimentos de diversas calidades. Además, se colocó un refuerzo estructural que garantizó no solamente la solidez del edificio, sino también el soporte de la exposición museística.
Al develar aspectos completamente desconocidos, o precisar la fugacidad de algunas informaciones históricas, las excavaciones arqueológicas resultaron fundamentales. Se hallaron muestras de los antiguos pavimentos y primitivos sistemas de drenaje. También se midieron y llevaron a planos los amplios aljibes, además de abrirse por primera vez al público construcciones soterradas.
En determinadas áreas, se encontraron evidencias de la vida y costumbres de la ciudad antigua como cerámicas y utensilios de barro, lográndose restaurar ejemplares de los siglos XVI, XVII y XVIII, entre los cuales hay piezas de excepcional valor.
Las investigaciones arqueológicas adquirieron un mayor significado al delimitarse con exactitud los cimientos de la desaparecida Iglesia Parroquial Mayor, bajo la estructura arquitectónica del Palacio y el terreno de la Plaza de Armas. Ello permitió la exhumación de enterramientos, acompañados generalmente de evidencias importantes. Con Leandro Romero, tomaron parte en esas labores —entre otros especialistas— Ramón Dacal, Manuel Rivero de la Calle, Eladio Elso Alonso, Rodolfo Payarés, Rafael Valdés Pino... y el artista Ernesto Navarro.
Junto a las anteriores excavaciones en Casa de Calvo de la Puerta (Casa de la Obra Pía), tales búsquedas representaron el inicio de la Arqueología Histórica en la Habana Vieja, vinculada desde entonces a todo proceso de restauración. Este sistema de trabajo estableció una pauta para el plan de reconstrucción física y espiritual de la zona más antigua de la Ciudad, iniciado justamente con el rescate de esos dos inmuebles.
UN MUSEO SUI GÉNERIS
Los resultados son apreciables en el actual Museo de la Ciudad, que cuenta con más de una docena de salas e innumerables objetos de valor histórico y artístico.
Al recorrer sus salas, se evidencia la peculiar organización de sus colecciones, en gran medida ajena a la de un museo convencional, ya que su contenido abarca desde las artes decorativas hasta exponentes de profundo carácter patriótico. Se respeta al máximo la premisa de establecer una relación amable entre el inmueble, que tiene su propia historia, y aquello que se quiere decir, explicar, exponer...
Como resultado, aprovechando la propia estructura del Palacio, se logra transmitir al visitante un sentimiento afín a la historia y cultura cubanas a partir de la recordación del pasado de La Habana y sus habitantes.
Así, entre las salas más sobresalientes del Museo, se encuentra —en la planta baja— la sala en memoria de la iglesia Parroquial Mayor.
En el entresuelo, la sala dedicada al cementerio Espada, primera necrópolis de la Ciudad. En la planta alta, se mantienen las dependencias y residencia de los Capitanes Generales; el Salón del Trono, símbolo del poder real; el fastuoso Salón de los Espejos, y la Sala Capitular. En este último local se conservan las mazas del Cabildo: dos piezas de plata labradas en 1631 por el artista mestizo Juan Díaz. En otra vitrina cercana se aprecian —también de plata— el crucifijo empleado para jurar el cargo y las copas de votación de los regidores (siglo XIX), que utilizaron también los delegados a la primera Asamblea Constituyente (1901).
Por el otro lado de la galería de la planta alta se arriba al conjunto de salas designadas con el nombre de Cuba Heroica, dedicadas a reflejar el proceso de formación de la nación cubana.
En torno al reloj de bolsillo del presbítero Félix Varela (1788-1853) están ordenados los retratos al óleo (obra del santiaguero Federico Martínez) de pensadores que abogaron por Cuba en tres formas políticas encontradas: independencia nacional, reformas con España y anexión a los Estados Unidos.
Entre ellos, el propio Varela, que dio la primera formulación doctrinal del independentismo; el eminente sociólogo reformista José Antonio Saco (1797-1853), y el general de origen venezolano Narciso López (1798-1851), quien trajo la bandera cubana a las costas de la Isla en el período de mayor actividad y fuerza de la corriente anexionista.
Le sucede una larga sala que muestra cómo esa situación de alternativas históricas se resolvió finalmente con el grito de guerra «Patria y Libertad». Los cuadros de grandes luchadores cubanos se agrupan ahora por el orden en que tomaron las armas: orientales (10 de octubre), camagüeyanos (4 de noviembre) y villareños (6 de febrero).
El culto a la gesta libertadora se logra mediante la exposición de armas, uniformes y otros utensilios empleados durante la dura contienda que libraron los mambises cubanos contra el colonialismo español.
Seguidamente está la Sala de las Banderas, donde se conserva la enseña nacional izada por primera vez en suelo patrio, en Cárdenas, el 19 de mayo de 1850, así como el estandarte enarbolado el 10 de octubre de 1868 por el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes (1819-74). Al contener en su interior decenas de objetos personales pertenecientes a los próceres de la patria (Martí, Maceo, Gómez, García...), este recinto impresiona por su ambiente sagrado, de esencial cubanía.
Aunque desde su última restauración el Palacio ha sido visitado por millones de personas, no ha perdido su encanto y vida propios, como si al anochecer recuperara las funciones de antaño y volviera a ser habitado mágicamente.
En el contraste de luces y sombras sobre su piedra marina, parece haber hallado esta edificación la expresión de esa majestad y belleza inherentes a lo perdurable. Núcleo irradiante del esfuerzo restaurador, el aura del Museo de la Ciudad desborda sus paredes y, con fuerza cada vez mayor, se va posesionando de otras casas y espacios del Centro Histórico.
(La confección de este artículo se basó en los trabajos de Emilio Roig de Leuchsenring (Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta 1964) y de Eusebio Leal Spengler (Historiador de la Ciudad desde 1967). Además, fue consultado el texto Palacio de los Capitanes Generales (1845-1898), de Rayda Mara Suárez (Directora de Patrimonio de la Oficina del Historiador de la Ciudad), y se contó con la colaboración del arquitecto Daniel Taboada (asesor de la Oficina del Historiador).
Enclavado en la Plaza de Armas, corazón de la ciudad intramural, este inmueble estuvo durante más de un siglo en el centro de la vida política y militar del país, además de serlo –durante un período– de la vida comercial. Desde 1790 hasta 1959, extendieron aquí su mandato sesenta y cinco capitanes generales, cuatro interventores norteamericanos, tres presidentes de la República y ciento setenta alcaldes de La Habana. Posteriormente, tras el triunfo de la Revolución y hasta 1967, radicaron en él diversas autoridades del gobierno a nivel metropolitano.
Tal profusión de cargos corresponde a las funciones que básicamente cumplió la edificación como sede del poder a nivel del país y de la ciudad, en este último caso como Ayuntamiento o Casa del Cabildo. Consecuentemente, a lo largo de su historia sufrió numerosas restauraciones y remodelaciones que alteraron sus fachadas y recintos interiores.
Desde el momento mismo de su construcción, el Palacio cobró un especial significado para el poder español, que tras la ocupación de La Habana por los ingleses (1762), dio un vuelco a su política hacia Cuba, concediéndole mayor relevancia a partir de entonces.
A las autoridades peninsulares y los pobladores autóctonos, la presencia inglesa mostró los beneficios del libre comercio y la ventajosa posición geográfica de la Isla, por lo que –luego de recuperar el poder sobre esa colonia– la Corona española designó a funcionarios de mayor jerarquía y experiencia para dirigirla.
En lo adelante se produce un auge de las construcciones civiles en La Habana, que incluye la edificación del Palacio de los Capitanes Generales según el plan de obras públicas del gobernador y capitán general de la Isla desde 1771 a 1776, Felipe Fondesviela, marqués de la Torre.
Aunque orientadas por lineamientos generales emanados de la Metrópoli, las obras de ese período fueron ejecutadas por ingenieros militares de diverso origen y elevada calificación profesional, quienes ofrecieron soluciones a partir de las condiciones existentes en la ciudad, sin seguir ideas preconcebidas en las Cortes o en la Academia.
Así, a pesar de ser un símbolo del poder colonial, el Palacio de los Capitanes Generales se erigió con evidentes rasgos de expresión criolla, en consonancia con el origen y los referentes arquitectónicos de quien fue, todo hace indicar, el ingeniero a cargo del proyecto: el habanero Antonio Fernández de Trevejos y Zaldívar.
Considerado unánimemente como el máximo exponente de la arquitectura cubana del siglo XVIII, seduce por su barroquismo contenido, de una sobriedad lineal rayana en la contención neoclásica.
LA CONSTRUCCIÓN
Los primeros trabajos se iniciaron en 1776, tres años después que —en sesión extraordinaria del Ayuntamiento— el Marqués de la Torre ordenara levantar la Casa del Cabildo y la Cárcel en la parte occidental de la Real Plaza de Armas, «sobre el suelo que ocupa la iglesia Parroquial Mayor que ha de demolerse». En aquel momento, el propio De la Torre pidió que se añadiera una vivienda para los gobernadores. Por orden suya, como modelo para el Palacio de los Capitanes Generales se tomaría a la vecina Real Casa de Correos (Palacio del Segundo Cabo), también en ciernes, con el objetivo de lograr coherencia en las fachadas de ambas edificaciones hacia la Plaza de Armas.
Tal y como era costumbre en las grandes obras de esa época, la construcción del inmueble tomó bastante tiempo a causa de numerosas irregularidades. Aunque se trabajaba activamente a pie de obra, en 1780 laboraban allí no más de diez esclavos, comprados para este fin, y algunos reclusos empleados como operarios.
En 1782 se terminaron de construir las tres primeras piezas, que el Cabildo acordó arrendar para recaudar fondos. En septiembre de ese mismo año se paralizaron las labores constructivas, pero como existía gran interés en acabar la Cárcel, el regidor don Gabriel Peñalver y Calvo ofreció dinero de su peculio para concluirla, y ya en diciembre se trasladaron los presos hacia el nuevo local.
Terminada la prisión, volvió a detenerse el proyecto, y no fue hasta 1785 cuando nuevamente se puso en ejecución con parte del dinero concedido por el Rey para obras públicas.
En julio de 1790, el entonces capitán general don Luis de las Casas se instala en el entresuelo del Palacio, aún sin terminar, y los Capitulares ocupan una sala provisional en ese mismo piso. Finalmente, el 23 de diciembre de 1791, se le dio solemne bendición a la Sala Capitular y fue inaugurada gran parte del edificio.
PRIMERA RESTAURACIÓN
Sin embargo, arquitectos de renombre como Joaquín Weiss y Evelio Govantes coinciden en que el Palacio no puede considerarse terminado hasta la restauración que en 1834, gobernando el capitán general Miguel de Tacón, le hiciera el ingeniero Manuel Pastor. Como resultado de la misma, sus fachadas alcanzaron unidad estructural y estilística.
Una vez trasladados los presos hacia el Castillo del Príncipe (en tanto se preparaba un nuevo reclusorio en la entonces avenida Isabel II, hoy Paseo del Prado), comenzaron las grandes reparaciones para reconstruir el Palacio e integrarle los recintos antes ocupados por la Cárcel. Así, se unificó al resto del edificio la desagradable fachada de la calle de los Mercaderes que, cubierta de pequeñas ventanas enrejadas, denotaba su carácter de presidio. También se remodelaron los espacios interiores, pues se erigió el claustro de la planta alta. En los planos, Pastor dejó expresado el deseo de terminar también la galería de la planta baja, pero ello no se cumpliría hasta muchos años después.
Por mandato de Tacón, en la entrada principal fue colocado el grandilocuente pórtico de mármol con el escudo español en su parte superior. Obra de los escultores italianos Gaggini y Tagliafichi, esta pieza suscitaría —en tiempos de la República— la inconformidad de algunos intelectuales, que consideraban anacrónico su escudo, ya para entonces copia del original allí instalado, destruido accidentalmente en 1906.
No era el coronel Manuel Pastor únicamente un ingeniero militar. Cercano a la figura de Tacón, tuvo implicaciones en la gestión edilicia, obteniendo dividendos —entre otros negocios— de la actividad inmobiliaria, incluido el alquiler de locales en el propio Palacio. Al igual que el resto de la planta baja y entresuelos, Pastor dividió el local de la antigua Cárcel en multitud de piezas que, conocidas como accesorias, arrendaba a particulares. Mediante contrato con el Ayuntamiento hasta enero de 1858, el ingeniero disfrutó por más de veinte años del usufructo de tales alquileres.
A finales de la década de los 40, en los bajos de la fachada de Obispo llegaron a convivir el expendio de agua de soda del señor Crespo y la sastrería de Bastián. A continuación, pero por la calle Mercaderes, se sucedían la fonda de Muñoz; las sastrerías de Garrido, de Cuesta y de la Hoz; el Colegio de Procuradores, y la Escribanía de Gobierno e Hipotecas.
Por la cara que mira a O’Reilly, se ubicaban fundamentalmente escribanías (las de Entralgo, Fornari, Regueira y Lorenzo Allo), al igual que por frente a la Plaza de Armas, donde existía también una tabaquería.
Dadas las dimensiones de su patio, no hay otra edificación habanera que tenga tal profusión de arcadas en su interior. En primer plano, estatua de Cristobal Colón, obra de J. Cuchiari. |
Si nos retrotraemos a esa época, podemos imaginarnos el ambiente pintoresco que rodeaba al Palacio, mucho más alegre que cuando mostraba las distantes, pequeñas y tristes ventanas del penal. Tras desaparecer este último, el inmueble se convirtió en un lugar concurrido pues, además de su excelente ubicación, brindaba el atractivo de poder observar los paseos del Capitán General y la «Generala», por ejemplo, o la elegante vestimenta de los Capitulares, entre quienes habían negreros ennoblecidos, hacendados, comerciantes y demás personas de relevancia social o cultural.
Es obvio que para mantener accesorias en tan céntrica edificación, sus usufructuarios debían pagar altos alquileres. Mientras los señores asistían al escribano para trámites comerciales y litigios de todo tipo, a su vez podían disfrutar del agua de soda de Crespo, almorzar en la fonda de Muñoz y cortarse un traje a la medida en cualquiera de los talleres de sastrería.
Pero esta amalgama pintoresca de servicios no se mantuvo por mucho tiempo. La organización y ampliación del aparato estatal requirió mayor capacidad y, con este fin, el Gobernador de la Isla solicitó las accesorias alquiladas. Entonces se produjo una larga batalla entre la Capitanía General y el Ayuntamiento por ganar espacios dentro del inmueble.
En la figura del Capitán General, la Metrópoli trataba de establecer una fuerte centralización del poder, mientras los ricos hacendados criollos —representados en y por el Ayuntamiento— pugnaban por obtener mayores ventajas. Alrededor del Palacio, ambas instancias entraron en un litigio que vino a resolverse muy tardíamente, en 1894, en favor del Ayuntamiento. Durante años, este último había exigido al Gobierno los pagos por concepto de alquiler de dichos locales.
PERSONALIDADES Y ACONTECIMIENTOS
En el Palacio se recibían a personalidades de las más variadas esferas de la vida política, social y cultural. Tal fue el caso —en el año 1800— de Alejandro de Humboldt, catalogado más tarde como «segundo descubridor de Cuba» por sus aportes al conocimiento de la naturaleza, geografía y sociedad cubanas. Al llegar a estas tierras, el sabio alemán fue recibido con solemnidad y esplendidez en los salones palaciegos por el capitán general don Salvador del Muro y Salazar, marqués de Someruelos.
Como sede de las máximas autoridades de la Isla, el Palacio reunía frecuentemente a los miembros más representativos de la alta sociedad habanera. Se celebraban aquí efemérides «nacionales» (entiéndase, españolas) y santos como el de Santiago Apóstol y, por supuesto, el de San Cristóbal, patrono de la Villa. También se conmemoraba el deceso de los monarcas, y se festejaba la onomástica de la familia real.
Con el advenimiento de cada Capitán General, se ofrecían recepciones en las que éstos —en representación del Rey— concedían el «besamano» a los notables invitados: caballeros de órdenes como la Isabel la Católica, Grandes Cruces, comendadores, cónsules, nobleza, clero...
Estas reuniones podían ser más o menos solemnes, festivas o luctuosas, siendo las de mayor relieve las dedicadas a las personalidades reales y, sobre todo, al monarca reinante. Así ocurrió con la visita, en 1861, del príncipe Alfredo de Inglaterra y, once años después, con la del príncipe Alejo Romanov de Rusia.
Pero la presencia más significativa fue, sin dudas, la de la infanta Eulalia de Borbón en 1893. Único personaje de la familia real española que visitara la Isla durante los tres siglos de dominación peninsular, la joven vivió durante varios días en el Palacio, pernoctando en habitaciones reservadas habitualmente a los gobernadores.
Seis años después, el complejo acontecer político que por entonces viviera el país, puso a esta edificación en el centro de una serie de acontecimientos medulares en la historia de Cuba. Aquí fueron velados los restos de los tripulantes del crucero «U.S Maine», cuya explosión fue el pretexto para desencadenar la intervención de Estados Unidos en la guerra que sostenían los independentistas cubanos contra España. Meses después, por mandato de la Conferencia de París (1898), se produce la cesión del poder español sobre la Isla a las autoridades interventoras norteamericanas.
El primero de enero de 1899, para realizar oficialmente ese traspaso, se reunieron en el Salón de los Espejos las autoridades norteamericanas, al mando del general ¬Brooke; el general de brigada Adolfo Jiménez Castellanos, por la parte española, y un grupo de generales cubanos, entre los que se encontraban José Miguel Gómez, Mario G. Menocal y José Lacret.
Al mediodía, cuando sonaron las campanadas del reloj colocado en la fachada frontal del hasta ese instante Palacio de los Capitanes Generales, en la azotea del mismo se arrió la bandera española y se izó la norteamericana, para dar inicio a la primera intervención de Estados Unidos en Cuba.
Durante tres años, el inmueble serviría de Estado Mayor de las tropas interventoras, hasta que el 20 de mayo de 1902, en el propio Salón de los Espejos, fue proclamado el nacimiento de la República de Cuba. Entonces, en su azotea fue izada la bandera cubana por el General en Jefe del Ejército Libertador, Máximo Gómez, minutos después que el general norteamericano Leonard Wood arriara la de su país.
Asimismo, el Palacio estuvo vinculado a otros hechos no menos importantes. El 9 de febrero de 1899, se expusieron en la Sala Consistorial los restos del mayor general Calixto García, llegados a La Habana ese día desde los Estados Unidos de América, donde falleciera. Dos semanas después del luctuoso acontecimiento, entraba en la capital el Generalísimo Máximo Gómez, quien fue recibido oficialmente en el Ayuntamiento. Años más tarde, en el propio Palacio, serían velados sus restos, el 17 de junio de 1905.
GOVANTES Y CABARROCAS
Con el inicio de la etapa republicana, el Palacio de los Capitanes Generales se convirtió en sede del Gobierno y Ayuntamiento, hasta que en 1920 albergara sólo a este último, al trasladarse la sede gubernamental para el Palacio Presidencial, sito en Refugio 1 (hoy, Museo de la Revolución).
Desde entonces, atiborrado de oficinas y dependencias metropolitanas, se mantuvo en pésimo estado de conservación hasta que, en 1930, los arquitectos Evelio Govantes y Félix Cabarrocas —con el asesoramiento de don José Manuel Ximénez— emprendieron una nueva remodelación, sólo comparable en su magnitud con la efectuada por Manuel Pastor casi un siglo antes.
Dos soluciones básicas hicieron trascender esta última restauración: la terminación del claustro superior proyectado por Pastor, que completaba finalmente el sistema de galerías del patio interior, y la eliminación del repello que desde un inicio había cubierto la fachada del edificio ocultando la piedra conchífera local.
En esa ocasión también se efectuaron reparaciones en el interior del Palacio: muros, techos, pisos, carpintería, escaleras, instalaciones eléctricas... Fue restaurado, además, el monumento a Colón que, desde 1862, se levanta en el centro del patio.
EL LEGADO DE ROIG
En 1941, Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964) funda el Museo de la Ciudad de La Habana, que se instala primeramente en algunos salones de la planta baja y, luego, en el entresuelo del Palacio de los Capitanes Generales, para ese entonces sede del gobierno municipal y provincial. Pese a los empeños de Roig para que dichas autoridades cedieran totalmente el edificio a la institución museística, ésta terminó siendo trasladada para la residencia de la familia Lombillo, en el entorno de la Plaza de la Catedral.
La obra de Roig —Historiador de la Ciudad de la Habana desde 1935 hasta su deceso— rebasó los límites del Palacio hasta convertir su persona en una verdadera institución política de raigambre antimperialista, defensora de la soberanía cubana a través de exposiciones, conferencias y de los congresos nacionales de historia que él mismo organizó. Al frente de la Oficina del Historiador, que fundó en 1938, no cejó en preservar las tradiciones habaneras, impidiendo la demolición de monumentos y lugares históricos amenazados por los intereses de las compañías constructoras y el olvido oficial.
Aunque se graduó como abogado en 1917, no fue con esta profesión que alcanzó fama y popularidad, sino con el oficio de crítico literario y narrador costumbrista, además de por sus alegatos antimperialistas. Exaltando las tradiciones populares, con fina ironía y talento, Roig captó lo curioso y emblemático de temas, personajes, situaciones... en las páginas de las más importantes revistas de su tiempo: El Fígaro, Gráfico y Social (de esta última fue jefe de redacción durante su primera etapa).
Con su nombre sonoro o con simpáticos seudónimos (Cristóbal de La Habana, El Curioso Parlanchín, U. Noquelovió, U. Noquelosabe), hizo del costumbrismo, en todo lo que supone de rescate de lo cubano, una de las facetas brillantes de su personalidad.
Al fundar el Museo de la Ciudad en 1941, Roig lo convirtió en un centro de interés y visita obligada de todo el que quisiera conocer la historia del país y de La Habana, a la cual dedicó gran parte de sus obras, sin que resulte exagerado decir que mucho de lo que se sabe hoy sobre esta ciudad, se debe a su arduo trabajo de investigación y recopilación.
Su legado halló continuidad tras el triunfo de la Revolución (1959) cuando, el 11 de diciembre de 1967, la Administración Metropolitana de la Ciudad de la Habana acordó en sesión solemne cambiar de ubicación y convertir el antiguo Palacio en Museo de la Ciudad y sede de la Oficina del Historiador.
NUEVA ETAPA
Se inician casi inmediatamente labores de restauración que, dirigidas por Eusebio Leal Spengler, discípulo de Roig, cuentan con el apoyo de diversas entidades científicas y organismos del Estado. Ello permitió inaugurar las primeras salas del hoy Museo de la Ciudad con ocasión de conmemorarse el centenario de la proclamación de la independencia de Cuba por Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868.
Para rescatar el inmueble se acudió a planos originales del año 1860 ya que, luego de años de búsqueda en archivos cubanos y españoles, nunca fue encontrado el proyecto remitido al Rey por el capitán general Felipe de Fondesviela, marqués de la Torre.
Otras fuentes documentales fueron los grabados, periódicos y fotografías de las distintas etapas históricas del edificio. Influyó de manera determinante la donación, por parte del pueblo y otras instituciones, de obras de arte y objetos históricos que pertenecieron al Cabildo o a los Capitanes Generales.
La nueva restauración salvó —o restituyó— el sentido original de las escaleras, las divisiones primitivas de los espacios, el noventa por ciento de la carpintería, y cientos de metros cuadrados de pavimentos de diversas calidades. Además, se colocó un refuerzo estructural que garantizó no solamente la solidez del edificio, sino también el soporte de la exposición museística.
Al develar aspectos completamente desconocidos, o precisar la fugacidad de algunas informaciones históricas, las excavaciones arqueológicas resultaron fundamentales. Se hallaron muestras de los antiguos pavimentos y primitivos sistemas de drenaje. También se midieron y llevaron a planos los amplios aljibes, además de abrirse por primera vez al público construcciones soterradas.
En determinadas áreas, se encontraron evidencias de la vida y costumbres de la ciudad antigua como cerámicas y utensilios de barro, lográndose restaurar ejemplares de los siglos XVI, XVII y XVIII, entre los cuales hay piezas de excepcional valor.
Las investigaciones arqueológicas adquirieron un mayor significado al delimitarse con exactitud los cimientos de la desaparecida Iglesia Parroquial Mayor, bajo la estructura arquitectónica del Palacio y el terreno de la Plaza de Armas. Ello permitió la exhumación de enterramientos, acompañados generalmente de evidencias importantes. Con Leandro Romero, tomaron parte en esas labores —entre otros especialistas— Ramón Dacal, Manuel Rivero de la Calle, Eladio Elso Alonso, Rodolfo Payarés, Rafael Valdés Pino... y el artista Ernesto Navarro.
Junto a las anteriores excavaciones en Casa de Calvo de la Puerta (Casa de la Obra Pía), tales búsquedas representaron el inicio de la Arqueología Histórica en la Habana Vieja, vinculada desde entonces a todo proceso de restauración. Este sistema de trabajo estableció una pauta para el plan de reconstrucción física y espiritual de la zona más antigua de la Ciudad, iniciado justamente con el rescate de esos dos inmuebles.
UN MUSEO SUI GÉNERIS
Los resultados son apreciables en el actual Museo de la Ciudad, que cuenta con más de una docena de salas e innumerables objetos de valor histórico y artístico.
Al recorrer sus salas, se evidencia la peculiar organización de sus colecciones, en gran medida ajena a la de un museo convencional, ya que su contenido abarca desde las artes decorativas hasta exponentes de profundo carácter patriótico. Se respeta al máximo la premisa de establecer una relación amable entre el inmueble, que tiene su propia historia, y aquello que se quiere decir, explicar, exponer...
Como resultado, aprovechando la propia estructura del Palacio, se logra transmitir al visitante un sentimiento afín a la historia y cultura cubanas a partir de la recordación del pasado de La Habana y sus habitantes.
Así, entre las salas más sobresalientes del Museo, se encuentra —en la planta baja— la sala en memoria de la iglesia Parroquial Mayor.
En el entresuelo, la sala dedicada al cementerio Espada, primera necrópolis de la Ciudad. En la planta alta, se mantienen las dependencias y residencia de los Capitanes Generales; el Salón del Trono, símbolo del poder real; el fastuoso Salón de los Espejos, y la Sala Capitular. En este último local se conservan las mazas del Cabildo: dos piezas de plata labradas en 1631 por el artista mestizo Juan Díaz. En otra vitrina cercana se aprecian —también de plata— el crucifijo empleado para jurar el cargo y las copas de votación de los regidores (siglo XIX), que utilizaron también los delegados a la primera Asamblea Constituyente (1901).
Por el otro lado de la galería de la planta alta se arriba al conjunto de salas designadas con el nombre de Cuba Heroica, dedicadas a reflejar el proceso de formación de la nación cubana.
En torno al reloj de bolsillo del presbítero Félix Varela (1788-1853) están ordenados los retratos al óleo (obra del santiaguero Federico Martínez) de pensadores que abogaron por Cuba en tres formas políticas encontradas: independencia nacional, reformas con España y anexión a los Estados Unidos.
Entre ellos, el propio Varela, que dio la primera formulación doctrinal del independentismo; el eminente sociólogo reformista José Antonio Saco (1797-1853), y el general de origen venezolano Narciso López (1798-1851), quien trajo la bandera cubana a las costas de la Isla en el período de mayor actividad y fuerza de la corriente anexionista.
Le sucede una larga sala que muestra cómo esa situación de alternativas históricas se resolvió finalmente con el grito de guerra «Patria y Libertad». Los cuadros de grandes luchadores cubanos se agrupan ahora por el orden en que tomaron las armas: orientales (10 de octubre), camagüeyanos (4 de noviembre) y villareños (6 de febrero).
El culto a la gesta libertadora se logra mediante la exposición de armas, uniformes y otros utensilios empleados durante la dura contienda que libraron los mambises cubanos contra el colonialismo español.
Seguidamente está la Sala de las Banderas, donde se conserva la enseña nacional izada por primera vez en suelo patrio, en Cárdenas, el 19 de mayo de 1850, así como el estandarte enarbolado el 10 de octubre de 1868 por el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes (1819-74). Al contener en su interior decenas de objetos personales pertenecientes a los próceres de la patria (Martí, Maceo, Gómez, García...), este recinto impresiona por su ambiente sagrado, de esencial cubanía.
Aunque desde su última restauración el Palacio ha sido visitado por millones de personas, no ha perdido su encanto y vida propios, como si al anochecer recuperara las funciones de antaño y volviera a ser habitado mágicamente.
En el contraste de luces y sombras sobre su piedra marina, parece haber hallado esta edificación la expresión de esa majestad y belleza inherentes a lo perdurable. Núcleo irradiante del esfuerzo restaurador, el aura del Museo de la Ciudad desborda sus paredes y, con fuerza cada vez mayor, se va posesionando de otras casas y espacios del Centro Histórico.
(La confección de este artículo se basó en los trabajos de Emilio Roig de Leuchsenring (Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta 1964) y de Eusebio Leal Spengler (Historiador de la Ciudad desde 1967). Además, fue consultado el texto Palacio de los Capitanes Generales (1845-1898), de Rayda Mara Suárez (Directora de Patrimonio de la Oficina del Historiador de la Ciudad), y se contó con la colaboración del arquitecto Daniel Taboada (asesor de la Oficina del Historiador).
Comentarios
Yo estoy con un proyecto parecido.
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