Muy vinculadas a las costumbres europeas, estas vajillas denotan la opulencia y los gustos de la familia aristocrática cubana.
Exotismo y exuberancia fueron ingredientes clásicos de los hábitos y costumbres de una clase social que, en su afán por sobresalir, asume los cánones decorativos europeos.

 La influencia cultural de Europa en Cuba durante el siglo XIX, se hace ostensible también en los diseños y maneras de usar las vajillas.
Exotismo y exuberancia fueron ingredientes clásicos de los hábitos y costumbres de una clase social que, en su afán por sobresalir, asume los cánones decorativos europeos.
La vajilla, al decir de la Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana, «está compuesta de un sinnúmero de piezas entre las cuales se encuentran soperas, fuentes llanas, fuentes hondas, fuentes largas, redondas y cuadradas, platos soperos hondos, platos llanos, pequeños de postre o de fantasía, fuentes ensaladeras, hondas con su pie, dulceras, queseras, mantequilleras, ostreras, salseras, saleros, vinagreras con recipiente para aceite y vinagre, tarros para pimienta, sal o mostaza, fruteros, salvamanteles, caballetes, vasos para flores, portacuchillos...»
«La necesidad de enumerar todas las piezas nace de caprichos de la moda, todos los días se introduce una nueva para usos especiales», reconoce la citada fuente bibliográfica.
Así, las vajillas —y dentro de éstas los servicios de mesa— completaban, en suntuosos comedores, los rituales propios del buen comer... En su uso se conjugaban la moda europea y las preferencias del criollo adinerado.
Esta influencia se hace evidente en el habito de imprimir en diferentes enseres el escudo nobiliario, la corona del título correspondiente o el monograma del dueño de la casa.
A diferencia de la comida íntima en familia, los banquetes se caracterizaban por su magnitud y boato, ya que era la ocasión para mostrar públicamente todo un arsenal de riquezas, vajilla incluida.
Conocemos que ésta fue una costumbre muy arraigada en Europa, pero es en el siglo XVIII cuando la aristocracia criolla lo asume, inspirada en la nobleza de España y de Francia principalmente.
Se atribuye a los marqueses de la Cañada de Tirry y a los del Real Socorro, los primeros servicios de lujo usados en banquetes habaneros, a fines del siglo XVIII.
Las familias enviaban sus emblemas a las fábricas extranjeras o a los almacenes que en la Isla satisfacían dichos encargos. Se cuidaba que cada diseño fuera exclusivo y su factura excepcional por la calidad y el vidriado de la pasta.
 En el periódico habanero El siglo se anunciaban en 1865 estos servicios, y se insertaban catálogos de manufacturas producidas en París y Londres. Para la fabricación de las piezas se utilizaban variadas técnicas: impresión, impresión con retoque, pintura manual... de las cuales resultaban finísimos trabajos con grandes contrastes de colores.
De España solían llegar a Cuba objetos utilitarios diversos, pero ninguno de tanta calidad como para competir con la porcelana francesa, razón por la cual la aristocracia nativa mira hacia la «ciudad luz».
El caudal económico les permitía encargar a Europa las piezas de sus servicios de mesa, que se convertirían luego en bienes de herencia, al igual que los títulos y otras riquezas.
No era de buen tono repetir la vajilla usada por un invitado ilustre para halagar a otro, por lo cual se encargaban especialmente en cada ocasión.
Tales vajillas variaban no sólo por su costo, sino también por los designios de la moda. Mientras la nobleza mandaba a imprimir sus blasones heráldicos, los ricos sin título las encargaban con las iniciales de la familia.
Abundaban los detalles de ilustración, cada vez más complejos en dependencia de la opulencia de los dueños. Algunos, incluso, hacían imprimir su nombre completo, como es el caso de Luisa Calvo.
A partir de determinados elementos decorativos, las vajillas coloniales pudieran clasificarse en las siguientes tipologías: con corona, con monograma y corona; con motivos fitomorfos y zoomorfos, entre otros.
Escudos y coronas cifrados eran ubicados en distintos lugares de la pieza, casi siempre como eje central, alrededor de los cuales lucían cenefas de formas geométricas, frutas y flores polícromas..., utilizándose el dorado para realzar más los emblemas.
Una mirada a las vajillas de las casas de los condes de la Fernandina, San Juan de Jaruco, Almendares... o de los marqueses de la Cañada de Tirry, del Real Socorro, Casa Calderón... permite reconocer al escudo ocupando el centro de la pieza, como si con ello se pretendiera ostentar aún más poder, y el marli trabajado con cenefas.
La decoración se realizaba sobre un fondo blanco, que en ocasiones se pierde ante la profusa policromía de la pieza. Los colores más usados son el azul y sus tonalidades, el rosa, el verde y el rojo vino, siempre realzados con dorado. Un decorado más sencillo y elegante se encuentra en las vajillas cifradas solamente con corona, como las pertenecientes a las familias del condado de San Fernando de Peñalver y del marquesado de Almendares.
La modalidad decorativa con monograma resulta muy variada pues recorre varios tipos de ornamentación, utilizando flores, peces, guirnaldas, grecas, cenefas... Empleaban letras estilizadas, adornadas con viñetas que, en ocasiones, dificultan su lectura.
Las vajillas con escudos acolados, fruto del enlace matrimonial, se encargaban a partir del momento de la unión de dos familias nobles, como es el caso de los condes de Pedroso y del Castillo.
Se generalizó en el siglo XIX otro tipo de servicio de mesa, realizado en loza inglesa y española, sin identificación de posesión. Fuentes orales permitieron comprobar que eran para el uso diario, el ingenio y los cafetales.
Procedentes de firmas tan importantes como Pickman y William Adams, estas vajillas eran muy variadas y su decoración, siempre monocromática: en siena, azules, rojos, violetas y verdes.
Muchas de ellas tienen calcomanías impresas que reproducen grabados de Federico Mialhe e Hipólito Garneray sobre escenas cubanas de la época.
A fines del siglo XIX aparece la costumbre de obsequiar platos como recuerdo a familiares y amigos allegados. Más tarde se puso de moda exponerlos en las paredes del comedor. Así surgieron destacados coleccionistas como los condes de San Fernando de Peñalver, Sagunto y Fernandina.
A pesar de la predilección por la célebre porcelana de las Calles de París (denominación que agrupaba a más de ciento cincuenta manufacturas y talleres de decoración en el siglo XIX), algunas familias de la aristocracia cubana no desestimaron lo español; así lo atestiguan vajillas pertenecientes a los condes de la Diana y de Prado Ameno, realizadas en loza sevillana.
Otros prefirieron las manufacturas inglesas, como los marqueses del Real Socorro que encargaron su servicio a la firma inglesa Worcester, mientras los marqueses de Pinar del Río y de Avilés, por varias generaciones ordenaron sus servicios a las fábricas Winton, Royal Doultony Copeland, aunque atesoraban, además, vajillas francesas.
Desde los hornos de Limoges, las Calles de París y otras firmas europeas, llegaron a Cuba estas verdaderas joyas de porcelana que permitieron a las familias estampar su linaje con imaginación, y trascender en el tiempo.

Comentarios   

Maria
0 #1 Maria 14-09-2014 20:55
Es cоmplicado leer teextos bien expuestos, de
modo que aprovecho para recоnocertelo.Saluԁos!
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