Una escultura del filósofo chino Confucio, uno de los más influyentes pensadores de la filosofía asiática, ha sido emplazada en el parque Shangái, del Barrio Chino habanero.

El Museo Numismático de la Oficina del Historiador de la Ciudad conserva en sus fondos una singular pieza, la primera en la numismática donde aparece plasmada la efigie de José Martí: la Medalla de la Emigración.

Una decena de exposiciones tuvieron lugar entre el 9 y el 15 de abril de 2012, como parte de la III Jornada Fotográfica Latinoamericana.

Ensayo que obtuvo el Premio de Crítica Historiográfica Enrique Gay Calbó, convocado por la Academia de la Historia de Cuba

Segreo Ricardo, Rigoberto. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898). Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010

Por: Edelberto Leiva Lajara
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Hace un par de décadas cualquier profesional de las Ciencias Sociales, o simplemente un lector interesado, podía constatar fácilmente el desierto historiográfico que rodeaba un tema como la historia de la Iglesia Católica en Cuba. Afortunadamente, ese mismo profesional o lector estaría hoy en condiciones de verificar el aún lento, pero constante poblamiento de esa “parcela” de la historiografía cubana. En algo más de veinte años, un grupo relativamente importante de libros, artículos, trabajos de licenciatura, tesis de maestría y doctorado e intervenciones en eventos muestran el (re)nacimiento del interés por la historia institucional de Iglesia, así como por una reinterpretación de sus múltiples y variados niveles de interacción con la historia, la sociedad, la cultura y el proceso de formación nacionales. Reinterpretación porque, efectivamente y al menos como intención, parecen desecharse las sempiternas apologías o denuestos que marcaron la pauta de las aproximaciones al tema durante casi -o más de- un siglo. No han desaparecido, por cierto, pero incluso ellas hacen gala de disfraces más “objetivos”.
Con independencia de algunas importantes contribuciones historiográficas de los últimos años, ese proceso de reconstrucción y reinterpretación de la historia eclesiástica cubana se halla estrechamente vinculado a la obra de Rigoberto Segreo Ricardo. Con la publicación, en 1998, de Conventos y secularización en Cuba en el siglo XIX 1, Segreo iniciaba una suerte de trilogía que hallaría continuidad dos años después en De Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia católica en Cuba 2 y que,una década más tarde, cerraría con Iglesia y nación en Cuba (1868-1898).3 Tal vez menos afortunados en su difusión que otras incursiones en el tema, los tres textos de referencia constituyen hasta el momento, posiblemente, la más coherente visión de conjunto de la evolución institucional de la Iglesia Católica en sus relaciones con la sociedad, la economía y la política coloniales en Cuba. Ciertamente, se trata en general de un modo más bien clásico de historiar, en el que Segreo no aborda sino tangencialmente el complejísimo universo de las expresiones de la religiosidad popular católica en la Isla, el imaginario ni las representaciones simbólicas que acompañan -y complementan- el amplio espectro de los vínculos antes señalados. Pero no fue ese su objetivo, sino darle coherencia a nuestra historia eclesiástica, integrándola a los contextos generales de la evolución de la Cuba colonial. En esta dirección, sin dudas, pueden encontrarse los resultados más importantes de su obra, que aunque no es una saga novelística -o novelera- y cada texto constituye en sí mismo una investigación cerrada, sugerimos aprehensible en buena medida solo si se conocen los tres títulos. Dando por cierto -asumo el riesgo- que esa condición se cumple en el lector para los dos primeros, intentemos una aproximación a Iglesia y nación en Cuba (1868-1898). Creo necesario dejar sentado desde este punto que, en mi opinión, este debería ser el más importante de los trabajos de Segreo sobre el tema, sencillamente porque toda su obra no constituye, en esencia, sino un largo recorrido para explicar las razones de la afiliación raigalmente colonialista de la institución eclesiástica ante el proceso independentista cubano de la segunda mitad del siglo XIX.
La complejidad de la relación entre la Iglesia, el Estado y la sociedad coloniales –más que Iglesia y nación, a pesar del título- en el periodo abordado por Segreo, porta matices no solo historiográficos, sino claramente ideológicos y políticos. La tradición más arraigada e influyente en la historiografía liberal de la Cuba republicana, cuyo representante más consecuente en el terreno que nos ocupa fue Emilio Roig4, demostró de modo fehaciente la oposición raigal de la Iglesia, como institución, a las aspiraciones independentistas y de reafirmación nacional en Cuba. La fuerza de su vocación anticlerical, no obstante, provocó que se equivocara atribuyendo esa actitud a una especie de naturaleza intrínseca a la Iglesia, sin prestar atención a una evolución histórica que trascendía el obligado reconocimiento de figuras como el obispo Espada o Félix Varela. Reforzado por la innegable filiación contrarrevolucionaria de la jerarquía eclesiástica y la adopción oficial de un ateísmo militante que hizo suyo de modo simplista el apotegma de la religión como opio de los pueblos, ese esquema interpretativo no sufrió alteraciones importantes durante las primeras décadas posteriores al triunfo revolucionario de 1959. Solo en los años 80 del pasado siglo comenzó la aparición de trabajos que anunciaban la posibilidad de un cambio en los absolutos de ese posicionamiento historiográfico.5
Por esas razones Iglesia y nación en Cuba (1868-1898) es un libro de polémica, incluso de polémica abierta, como eventualmente asume Segreo al dedicar un epígrafe a las interpretaciones historiográficas de la posición de la Iglesia ante la Guerra del 95,6 en el que en realidad se somete a crítica sobre todo la visión de Emilio Roig. Para entender la argumentación de Segreo, es necesario al menos dominar el esquema básico de su propia interpretación de la evolución histórica de la Iglesia en Cuba, que puede resumirse del modo siguiente: en los primeros siglos coloniales, el contexto insular propició que, siempre en los marcos del Real Patronato, se conformara una Iglesia orgánicamente vinculada a la sociedad criolla por profundos nexos familiares, económicos y culturales. Hacia el siglo XVIII la institución vive un momento de esplendor, y comparte una suerte de plataforma común de intereses con los sectores de las elites coloniales, que crea condiciones favorables para el despliegue de sus posibilidades de incidencia social. El desarrollo de la plantación esclavista socavó las bases de esta comunidad de intereses, ante el avance de una mentalidad laica y burguesa, proceso que corre paralelo a la ofensiva contra la Iglesia que acompañó el ascenso del liberalismo burgués en España, con manifestaciones virulentas en los procesos de desamortización de bienes eclesiásticos. Como resultado, hacia la década del 40 del siglo XIX, la Iglesia criolla fue desarticulada, los conventos cerrados, sus bienes confiscados, los principales centros educacionales pasaron a control del Estado y también pasó a depender económicamente de él todo lo relativo al culto y clero. Desde los años 50, la necesidad de reconstrucción del andamiaje eclesiástico se concretó a través de un modelo de españolización que, junto a la profunda dependencia del Estado, enajenó cada vez con mayor fuerza a la Iglesia del proceso de formación nacional, colocándola en oposición al proceso independentista que se desata en la segunda mitad de la centuria.
La Iglesia que se somete análisis en Iglesia y nación en Cuba (1868-1898) resulta, por tanto, la misma institución de esencia antinacional en relación con los cubanos -pero de un profundo nacionalismo español-, profundamente integrista y comprometida con el colonialismo que en su momento atacó Emilio Roig. Solo que no lo es por las mismas razones. La especie de maleficio genético que parecía acompañar a la institución definiendo fatalmente su comportamiento se transforma en el resultado de procesos que impidieron la continuidad de una línea de desarrollo que, hasta las primeras décadas decimonónicas, era diferente. Esto no exime, por supuesto, de la necesidad de explicar a su vez la actitud de un sector de la intelectualidad republicana cubana hacia la Iglesia, cuestión que no nos ocupa en este momento.
Uno de los aspectos de mayor interés es la relación que a lo largo de toda la obra se establece entre la situación política española y sus efectos sobre la relación con la Iglesia peninsular y con Roma. Ello obliga al autor a intentar develar todo un entramado que penetra en las relaciones internacionales de la Europa de la época, sus conflictos y alianzas. Cada coyuntura, y en ocasiones cada episodio, intenta ser sometido a una lectura que permita develar claves de interés para la relación Iglesia-Estado y, al mismo tiempo, perseguir el reflejo de esas claves allende el Atlántico, donde cualquier interpretación de la política liberal española debe pasar el “filtro” de sus debilidades estructurales y sus aspiraciones coloniales. Si las conclusiones dejan dudas en ocasiones, se debe sobre todo a la propia complejidad de los escenarios insulares y las limitaciones documentales que pueden constatarse a lo largo del texto.
Esto último, por cierto, marca una diferencia importante con Conventos y secularización… y De Compostela a Espada…, obras que destacan por la amplia utilización de fuentes de archivos cubanos. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), en cambio, recurre preferentemente a recursos bibliográficos y documentos publicados, lo cual puede tal vez relacionarse con el paulatino deterioro de la salud del autor, pero que es necesario reconocer como un factor que reduce las posibilidades de análisis.
El texto de Rigoberto Segreo se estructura en seis capítulos, de los cuales el primero y los tres últimos se explican por una elemental periodización, mientras el segundo y el tercero reflejan, en mi opinión, un interés por problemas muy específicos. El libro abre con el capítulo titulado “De una Iglesia criolla a una Iglesia española”, un resumen del desarrollo histórico de la institución en Cuba desde finales del siglo XVIII hasta la reforma eclesiástica de la década del 50 del siguiente. En él se esboza el esquema básico al que se hacía referencia más arriba, pero para asumir su crítica lo único serio sería remitirse a los dos primeros libros de Segreo, en que aborda a profundidad estas cuestiones. Resulta imprescindible, sin embargo -y es evidente que así lo entendió el autor- para quien emprende la lectura sin un conocimiento previo del tema.
Los capítulos 2 y 3 -“Conjura contra el obispo de La Habana” y “El cisma católico de Santiago de Cuba”-, persiguen, cada uno de ellos, un objetivo específico. El primero, demostrar las contradicciones inherentes a las relaciones entre la jerarquía eclesiástica y las autoridades del Estado colonial. Las cuitas de Jacinto María Martínez Sáez, obispo de La Habana desde 1865, son conocidas casi exclusivamente por el episodio -referido con frecuencia en los libros de historia- de abril de 1871, en que se le impidió desembarcar en La Habana a su regreso de Europa, bajo la presión de los voluntarios. Pero la animadversión de los voluntarios hacia el prelado provenía de las críticas a sus desafueros, no de falta de fidelidad a España.
Poco se conoce que, con anterioridad a esos hechos, el prelado había sido deportado por el Capitán General Caballero de Rodas, a raíz de los graves enfrentamientos entre ambas autoridades. La naturaleza de estos enfrentamientos, casi constante, es el centro del capítulo, en el que Segreo demuestra que, en vísperas y a comienzos de la Guerra de los Diez Años, las relaciones entre la Iglesia y las autoridades coloniales distaban considerablemente de ser idílicas. Las dificultades económicas, la escasez de sacerdotes, los conflictos de jurisdicción entre el Capitán General -como Vice Real Patrono- y la jerarquía eclesiástica, indican a las complejidades de un período de reajustes en el cual aún no se había resarcido la institución de las heridas de la secularización. En realidad, no lo lograría nunca a lo largo del siglo XIX. La funcionalidad del compromiso ideológico se veía entonces constreñida por ese factor, pero también por la hostilidad en las relaciones entre el Papado y Madrid, reflejadas en la resistencia de los eclesiásticos a reconocer sin cortapisas la autoridad superior del gobierno y que solo comenzaría a distenderse tras la dimisión de Amadeo I al trono español en 1873.
A pesar de la importancia que revisten las valoraciones de Segreo en relación con este periodo en particular, habría que señalar al menos dos limitaciones: la primera, que solo se trata del reflejo de estas contradicciones entre la más alta jerarquía, por lo que queda pendiente un estudio del problema a los niveles de interacción del clero con otros sectores del funcionariado y la población en general, que evidentemente develaría otras dimensiones del conflicto. La segunda limitación, también importante, es la ausencia de contrapunteo entre fuentes que reflejen la posición de ambos contendientes, en tanto -y el mismo autor lo reconoce como de pasada- al abordar los hechos se sigue la narración que de los mismos hace el obispo, lo que introduce en el análisis una mayor dosis de subjetividad. A pesar de ello, pienso que el manejo de estas fuentes no debe introducir en el futuro cambios de importancia en la interpretación de la naturaleza del enfrentamiento.
Otro aspecto de interés en la obra es el estudio de uno de los más desconocidos episodios de la historia eclesiástica cubana del siglo XIX, el Cisma de Santiago de Cuba, al cual se dedica el tercer capítulo. Nuevamente, se trata de un enfrentamiento en el cual el rol protagónico parecen representarlo los conflictos de jurisdicción entre el Real Patronato y las prerrogativas del Papado, a raíz del nombramiento como arzobispo de Santiago de de Arzobispo -nunca reconocido por el Papa- de Pedro Llorente y Miguel. Se trata de un fenómeno complejo cuya naturaleza parece relacionarse más con los conflictos entre Madrid y Roma, aunque el autor con frecuencia intenta establecer relaciones con el contexto cubano del momento. Estas relaciones sin duda existieron, pero con la excepción de un breve ensayo de interpretación de las relaciones entre el cisma y la guerra en el que el autor enuncia algunas sugerencias de interés, el tratamiento aborda prioritariamente los sucesos a partir de los condicionamientos planteados por los conflictos entre el liberalismo español y la Santa Sede. Sería necesario -y establecer una necesidad de este tipo no es escaso valor desde el punto de vista historiográfico- dilucidar, sobre una base documental sólida, en qué medida la pugna entre orberistas y llorentistas sirvió de pretexto a una suerte de purga, de la que fue víctima el clero cubano. Esta constatación, unida a la suerte del grupo de sacerdotes cubanos afectados por las persecuciones y confiscaciones por causas de infidencia, explicaría cómo se concreta definitivamente la españolización de la Iglesia, en cuanto a su composición, en las décadas posteriores a la Reforma Eclesiástica de los años 50.
En los tres últimos capítulos el libro retoma la secuencia cronológica como hilo conductor, analizando las relaciones Iglesia-sociedad-Estado colonial y la actitud de la institución ante el problema nacional cubano durante la Guerra de los Diez Años, el período de entreguerras y la Guerra del 95, respectivamente. Se trata de un análisis complejo, en el que debe reconocerse la profesionalidad del contrapunteo entre planos contextuales diversos, con un punto de convergencia en las actitudes políticas e ideológicas presentes en Cuba. Así, las relaciones de España con la Santa Sede, los vaivenes de la política colonial peninsular, el estado de las relaciones Iglesia-Estado a nivel de la monarquía y la situación interna de la Isla se asumen en una lectura que intenta integrar una explicación coherente de los acontecimientos y posiciones a lo largo del período.
Podría afirmarse que dos cuestiones, al menos, quedan claras en esta parte del texto. La primera, la oposición de la Iglesia, como institución, al proyecto nacional independentista cubano. La segunda, la complejidad de los matices a través de los cuales se expresa este posicionamiento político e ideológico. Segreo hace énfasis en el compromiso eclesiástico con la ideología nacionalista, pero también demuestra fehacientemente la persistencia de contradicciones, en ocasiones agudas, entre la más alta jerarquía religiosa y las autoridades civiles y militares de la colonia, que se debilitan, sin desaparecer, hacia las últimas décadas de la centuria. Incursiona en la difícil situación del pequeño núcleo de sacerdotes cubanos que contradecían, con su actitud -activa o de simpatía- patriótica, la posición oficial de la institución a la que pertenecían, siendo objeto de persecuciones, deportaciones e incluso de ejecución por las autoridades militares. En relación con la situación política y militar, el autor aborda una serie de aspectos esenciales de la evolución propiamente institucional de la Iglesia, desde la difícil situación creada por la Guerra de los Diez Años -ocupación y destrucción de templos por los dos bandos en conflicto, abandono de las parroquias rurales por los sacerdotes, desplazamiento de la población de las zonas de guerra, etc.-, pasando por el incompleto período de recuperación entre 1878 y 1895 hasta llegar a la nueva contienda independentista, capítulo que cierra el libro.
En mi opinión Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), desde el punto de vista historiográfico, es un caso muy singular. Si es cierto que decir una nueva palabra en la escritura de la historia es difícil -y lo es, tanto que debemos reconocer (la humildad no es un defecto tan grave como para que el gremio enrojezca) que la mayor parte de los historiadores no lo logra-, Segreo lo logró, pero no en su último libro sobre el tema, sino en los anteriores. En ellos ya estaba la respuesta a la interrogante fundamental: ¿por qué una Iglesia, que pudo ser cubana, terminó su derrotero colonial como enemiga acérrima del proyecto nacional independentista? No podía dejar de escribir Iglesia y nación…, porque sin ella el ciclo estaba incompleto, pero al mismo tiempo había llegado al punto en que no quedaba sino converger con los criterios de la historiografía liberal y buena parte de la marxista que le precedió. Como no partía de apriorismos, pudo aún polemizar con ellos e introducir un grupo de matices novedosos, aunque algunos de ellos requerirían un acucioso trabajo sobre fuentes documentales que sirva de confirmación a los asertos de Segreo. En esto, nuevamente, se halla la limitación fundamental del trabajo y lo que, como se señalaba con anterioridad, lo coloca en desventaja respecto de los estudios anteriores del autor sobre la temática eclesiástica.
Con la obra -toda la obra- de Segreo, la cuestión de la Iglesia católica en Cuba, su evolución institucional y sus vínculos sociales y políticos con el contexto colonial se consolidó como problema historiográfico. Ello significa, primero, el reconocimiento de su valor metodológico y sus significativos aportes a una interpretación del papel de la Iglesia en la historia nacional. Segundo, y más importante en perspectiva, que como problema plantea la necesidad de trascender los marcos de su evolución institucional y sus implicaciones políticas e ideológicas para adentrarse en la historia social -la moderna historia social- de la Iglesia en la Cuba colonial. El estudio del bajo clero, del universo de las parroquias, del imaginario que cultiva y explota, del contexto que transforma y por el que es trasformado a nivel de los sectores populares, junto a muchas otras posibilidades investigativas, es ahora -no aún, sino ahora, que es más factible- una deuda de nuestra historiografía. Y lo es, al menos en parte, gracias a Rigoberto Segreo Ricardo.

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1 Segreo Ricardo, Rigoberto. Conventos y secularización en Cuba en el siglo XIX. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1998.
2 _____________________ . De Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia católica en Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2000.
3 _____________________. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898). Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010.
4 Las opiniones de Emilio Roig con respecto al papel desempeñado por la Iglesia en el contexto de las luchas por la liberación nacional fueron expresadas con cierta frecuencia en diferentes medios. Las argumentaciones más completas, sin embargo, pueden encontrarse en La Iglesia católica en la independencia de Cuba (Gran Logia de Cuba, La Habana, 1958) y La Iglesia católica contra la independencia de Cuba (Talleres de la Impresora Modelo, La Habana, 1960).
5 En buena medida, la posibilidad de una reinterpretación de la historia de la Iglesia católica en Cuba quedó ya planteada en el artículo “Formación de las bases sociales e ideológicas de la Iglesia católico-criolla del siglo XVIII” (Santiago, Revista de la Universidad de Oriente, no. 48, Santiago de Cuba, diciembre de 1982), de Eduardo Torres-Cuevas.
6 Ver Segreo Ricardo, Rigoberto. Iglesia y nación…, pp. 277-285.