Sobre la simpatía que el criollo lleva a límites extremos «imponiéndola como norma suprema de conducta en el trato con sus semejantes», y sobre los pesados a quienes «les es imposible ejercer con éxito la tan lucrativa y cómoda carrera de sabrosones».

 Prensa y grabados del siglo XIX, una escultura tipo mascarilla y hasta tierra de la casa natal de Víctor Hugo se exponen en La Habana Vieja. Pero quizás el legado más curioso sea una piedra original de Nuestra señora de París, proveniente de su torre norte y fechada poco tiempo después que el genial escritor francés publicara su famosa novela homónima.

 Sobre «una de las más antiguas y venerables instituciones criollas», cuyos orígenes se remontan a los días iniciales de la conquista y la colonización españolas en esta isla, las piñas, que «no solo nacen y se desarrollan en el terreno feracísimo de la política, sino que las encontramos también, vivas y lozanas, en las sociedades o agrupaciones de carácter cultural, benéfico, comercial, industrial y social».

 Ningún inmueble habanero ha generado más elucubraciones que este monasterio de clausura. Al publicar este texto no sólo se rinde homenaje a su autor, Alejo Carpentier, sino que con ayuda de las anotaciones al margen se desmitifican no pocas anécdotas y leyendas a partir de las evidencias del patrimonio físico (construido y documental) en aras de reconstruir el pasado con un tenaz afán de veracidad. Estas anotaciones se basan en el libro El Convento de Santa Clara de La Habana Vieja del historiador Pedro Antonio Herrera López.